domingo, 17 de abril de 2011

Mudanza

Hola, por si acaso pasas por aquí, sepas que ya nos hemos trasladado aquí. Saludos.

domingo, 20 de febrero de 2011

Como conejos












En Italia, es sabido, somos gente extravagante. Pese a la inmovilidad más absoluta, no descartamos la posibilidad de adhesión a ninguna causa, especialmente las más absurdas. Hace algún tiempo, por ejemplo, estaba leyendo el estatuto de la asociación Regreso Dulce, que se propone reducir la población mundial a dos mil millones de personas.

La pasada semana la ONU ha dado una alarma: en 2070 seremos 9.400 millones de seres humanos. Demasiados. Siete mil millones, en cambio, es el número de habitantes que nuestro planeta alcanzará a finales de este año. Sólo en Europa desde principios de 2011 nacieron cerca de 800 mil niños: 2,5 por segundo. Y luego dicen que los jóvenes son unos vagos. Aunque la tasa de fecundidad haya venido disminuyendo desde hace medio siglo (pasó de 4,9 en 1950, a 2,6 en 2010), en términos absolutos nos estamos acercando a cifras insostenibles. Desde 1995, cada año en la Tierra se han añadido un promedio de 79 millones de habitantes. Esto se debe, sobre todo, a una mejora de las condiciones de salud y a la reducción de la mortalidad. Baste decir que en los países en desarrollo la esperanza de vida ha aumentado desde 42 a 68 años, sólo en el último cuarto de siglo. A partir de 2070, de acuerdo con las hipótesis más realistas, y si no nos habremos cargado antes el planeta, empezará un lento y dificultoso decrecimiento. La fertilidad tenderá a disminuir en la mayoría de los países, debido a una mayor educación y a estilos de vida que se irán occidentalizando.

En resumen: cuanto más culto eres, menos niños haces. Ahora, yo siempre he presumido de una cierta cultura. Nada especial, por supuesto. Algunos libros leídos, algunas películas vistas, muchas citas superficiales listas para el uso y, sobre todo, un aire pedante bien estudiado. ¿Tendré entonces que sacar las consecuencias de mi naturaleza incluso respecto a la remota hipótesis de poderme, algún día, reproducir? Creo que sí.

A nivel global queda bastante claro que las nuevas generaciones tendrán que luchar por los escasos recursos que les dejaremos. Nuestros hijos nos verán como gordos y viejos ávidos que les irán robando el pan de los dientes. Tampoco estarán del todo equivocados y existe la concreta posibilidad de acabar como Crono. No soy tan valiente, de modo que evitaría ese riesgo. Tal vez una buena guerra, como las de antes, refrescaría el ambiente. Eliminaría especialmente a los jóvenes, pobres y hambrientos. Pero tampoco es tan seguro que nos dejaría fuera de la hecatombe. Demasiado peligroso.

A nivel personal las dudas aún son mayores. Convivir con un bebé es como meter en casa un camión. Ambos generan mucho ruido, olores desagradables y no escuchan cuando les hablas. Pero, por lo menos, para el camión uno puede sacarse un carnet y saber cómo pilotarlo. Un hijo, en cambio, es un salto al vacío sin manual de instrucciones. ¿Y si luego te sale, yo que sé, pepero, o, peor, abogado? No lo soportaría. Además, soy demasiado egocéntrico, terminaría obligándole a seguir todas mis pasiones, querría plasmar mi clon personal sin posibilidad de rebelión. Y, en caso de que se opusiera, no le regañaría (no soy creíble cuando estoy enojado), si no que le pondría morros. Sí, porque, entre otras cosas, también soy monstruosamente inmaduro y no acepto competencia interna bajo este aspecto. El niño mimado soy y seguiría siendo yo. Chato, no hay sitio para los dos en este apartamento. En el que, dicho sea de paso, vives sin pagar el alquiler.

Aún así, reconozco que jugar con las maravillas de la ingeniería genética y la posibilidad de crear una pequeña criatura hecha a mi imagen me fascina. Sería un poco como tener un Mini-Yo, pero menos inquietante. Podría enseñarle las nociones básicas de la existencia, como, por ejemplo, el hecho de que matricularse en un máster es completamente inútil, o que para conseguir un buen mojito, hay que picar el hielo muy finito. Pero ni siquiera así estoy seguro de que valdría la pena. Es que realmente se debería amar mucho a la humanidad para querer asistir a su proliferación incontrolada y, desde luego, no es mi caso. Es cierto que una vez que nos hagamos mayores, mejor sería poder aprovechar del soporte familiar para derrotar a la melancolía, pero yo soy italiano y últimamente me he enterado de que incluso en la vejez todavía se puede pasar genial

Supongo que el varicocele latente que llevo cultivando con amor desde hace unos años y la insistencia inconsciente con la que dejo que las radiaciones de mi móvil se propaguen desde los bolsillos de mis pantalones hacia mis partes íntimas, pues, delata la falta actual de cualquier instinto paternal.

Sin embargo, no se puede tomar una decisión definitiva. Tampoco es necesario, la verdad. Aunque el curso natural de la biología plantee límites claros. Quizás en el futuro podría optar por la adopción. Sin agobiar el planeta con la multiplicación de mis genes. Adoptaría a un joven de unos treinta años, con una buena posición en el mercado laboral. Un braguetazo de adopción. Pero, pensándolo mejor, también la de adoptar es una opción un poco radical. Mucho compromiso. En fin, tal vez la solución perfecta para mí podría ser el alquiler. De hecho, creo que empezaré a buscar alguna buena oportunidad en el Loquo.

domingo, 23 de enero de 2011

¿A que hora es la Revolución?













Venid madres y padres
desde todo el país
y no criticad lo que no podéis entender
vuestros hijos y vuestras hijas
están fuera de vuestro comando
vuestra vieja carretera
envejece rápidamente.
Por favor, salid de la nueva
si no podéis echar una mano
porque los tiempos están cambiando


Hace tres años me compré una guitarra. No era la primera vez. A lo largo de mi vida he intentado varias veces producir música simplemente rodeándome de instrumentos, como si su mera proximidad tuviera el poder de infundirme la ciencia del pentagrama. Por desgracia, no funciona así. Por otra parte, soy un consumidor bulímico de música y habría querido ser capaz de contribuir activamente a la creación de nuevas obras de arte capaces de cambiar el curso de la humanidad. Siempre he envidiado el talento y he tratado de neutralizar la frustración almacenando nociones teóricas y bibliográficas. De hecho, es sabido que los que no sepan practicar, enseñan o critican la teoría.

De todas formas, también esa guitarra acabó pronto encerrada en un armario. He abusado de ella durante varios meses, hasta que, ya completamente desafinada, se volvió incapaz de producir sonidos perceptibles por el oído humano. La simple incapacidad de afinar el instrumento ha detenido una vez más mi curiosidad y la pereza prevaleció.

Al mismo tiempo he empezado a pensar que salir por la noche, sin un objetivo concreto que no fuera simplemente “ver a gente”, era una pérdida de tiempo e incluso emborracharse ya no me parecía una perspectiva tan interesante. Cuando me atrevo, la resaca es una agonía que dura días. He empezado a notar que la barbilla descuidada que durante años me había parecido un grito valiente y desafiante de rebelión, ya me sugería una impresión inquietante de desorden y que era mejor regularla un poco. En mis escuchas la intransigencia cristalina del cuatro cuartos ha sido sustituida progresivamente por sincopas contradictorias y ambiguas. He comenzado a sentirme incómodo con la camisa puesta fuera de los pantalones y por la mañana me he sorprendido erradicando aventureros pelitos negros que intentaban escapar de mi nariz. Cuando escucho la palabra “revolución”, mi cinismo me procura inmediatamente una reacción alérgica. Me interesa la economía. Definitivamente ya no soy un joven.

En cualquier caso, nunca he sido un corazón de león, y ahora, sin duda, soy mucho más cauteloso que hace diez años. Sin embargo, quizás por la cobarde ilusión de que los demás vendrán a resolver mis problemas, me parece vislumbrar algo en el horizonte, o tal vez sea sólo la esperanza de ello. Y después de todo, si Ratzinger puede hablar de educación sexual, yo puedo hablar de los jóvenes.

Apenas nos encontramos al principio. De década, de siglo e incluso de milenio. En muchos sentidos, el siglo XX cerró partidos que estaban abiertos desde hace siglos, desplazando el eje de equilibrio del mundo hacia áreas demográficamente más activas que la anciana Europa. Las minorías residuales de los jóvenes de Italia, España, Francia, Inglaterra, Grecia e Irlanda, compuestas principalmente por personas post-ideológicas, nacidas después de la caída del muro de Berlín, en los últimos meses han comenzado a manifestar por razones aparentemente diferentes pero con un objetivo común: ®existir.

Al margen de la menor difusión del LSD, hay otra gran diferencia con las revueltas estudiantiles del 68. Aquellos chicos tenían un programa. Fue un movimiento anti-autoritario, que aprovechaba la ola demográfica occidental post-bélica y aspiraba a una sustitución en el poder, también sobre base numérica. En cambio, la protesta de la juventud de hoy es una forma de auto-defensa. Más simple, más anárquica, pero tal vez más urgente. Es una guerra para la supervivencia de la especie.

Los anuncios en la televisión alternan promesas de coches inalcanzables, con los que endeudarse para una década, y cremas contra ‘el efecto del tiempo’, dirigidas a personas que jóvenes ya no son, pero quisieran parecerlo. Los adolescentes consumen poco y están fuera del mercado; ya ni siquiera son un target para los publicitarios. Los pocos (porque son pocos, a pesar de que mucho más llamativos) privilegiados se comportan como adultos envejecidos de forma prematura. En los EEUU el 20% de las mujeres que usan Botox tienen menos de 34 años, y entre los 13 y 19 años se realizaron nueve mil cirugías de mama el año pasado. El futuro, en una sociedad que desea congelar el presente, que le tiene miedo a todo, ya no existe. Ha sido abolido.

El desempleo afecta al 40% de los chicos entre 15 y 24 años en España, el 20% en la zona de París, el 25% en la de Londres. El 29% en Italia. En todas partes, para los jóvenes la precariedad se ha convertido en norma. Millones ya no estudian ni trabajan. Están allí, en la orilla, esperando que algo suceda.

Stéphane Hessel no es un joven. Tiene 93 años. Participó en la resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial y fue uno de los redactores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Hessel es un anciano señor que escribió un folleto de 32 páginas titulado Indignez-vous!. Tengan la fuerza de indignarse. Ha sido el best-seller del año en Francia. “La razón básica de la Resistencia era la indignación. Nosotros, los veteranos de ese movimiento, pedimos a la generación más joven revivir los mismos ideales”.

El pasado 17 de diciembre en Sidi Bouzid, una pequeña ciudad de Túnez, la policía se incautó del banquete de frutas abusivo de Mohamed Bouazizi, de 26 años, licenciado. El joven protestó y le abofetearon. Luego Mohamed escribió un mensaje en Facebook y una carta a su madre. Le pidió perdón con esta frase memorable: “Dirige tus reproches a nuestra época, no a mí”. Entonces se presentó delante del edificio del gobierno, se roció con gasolina y se prendió fuego. Ha sido el comienzo de una revolución.

Túnez, igual que Albania, es parte de un mundo regido por ancianos; sin embargo, a diferencia de Occidente, aquí los jóvenes son la mayoría y lo que se puede perder sigue siendo menos que lo que se puede ganar. Es a partir de ahí, entonces, que irremediablemente deberá empezar el cambio. Que involucrará a todos. A pesar de que parezca lejano o improbable, recordémonos que hasta el día antes es imposible saber cuándo se alcanzará y superará el nivel de aguante.

De modo que, como se decía en aquella película: “¿A qué hora es la revolución? ¿Será mejor venir comidos o en ayunas?”.

sábado, 18 de diciembre de 2010

El zodíaco e Ingmar Bergman













No soy una persona supersticiosa. Pero ni siquiera soy un ‘muyahid’ de la racionalidad. Algunos rituales, algunas leyendas, me despiertan curiosidad, no las rechazo a priori. De alguna manera me fascinan. El horóscopo, por ejemplo, no es que me lo crea de verdad, faltaría más, pero la narración es interesante. Aparte que siempre es útil tener ciertos conocimientos de astrología. Durante las fiestas, en sociedad, es un recurso muy eficaz. Especialmente con las mujeres. No nos engañemos, es cierto que la astrología encuentra su mayor audiencia entre la población femenina, de modo que dominar por lo menos los puntos cardenales del tema nos proporcionará un argumento de conversación inmejorable. Bueno, ya veo escuadrones de mujeres mortalmente ofendidas, listas para perforarme con horcas ardientes. Calma. Para los hombres también valen prejuicios similares. De hecho, cualquier ‘machote’ que durante una cena con los colegas no sepa alinear un par de agudas reflexiones sobre la evolución del fuera de juego, quedará irremediablemente marginado de cada contexto con alta tasa de testosterona.

Después de todo, astrología y fútbol tienen mucho en común. Ambas son mitologías. Como las del panteón griego con las aventuras de Zeus y Afrodita. No fascinan por la veracidad o la fiabilidad de los hechos que cuentan, sino por la estructura del cuento en sí. Sabemos (o, por lo menos, deberíamos saber…) que tanto el horóscopo como la gran mayoría de los deportes profesionales no tienen ninguna base de realidad, son relatos creados con el propósito único de entretener, tramas manipuladas para satisfacer el gusto y el interés del usuario. Sin embargo, aceptamos la ficción porque nos resulta útil, nos hace soñar y nos ofrece un mundo más inteligible, lleno de explicaciones exhaustivas y de personajes prototípicos hacia los cuales podemos experimentar simpatía u odio. Da lo mismo que se trate del pérfido Saturno o del maléfico Mourinho. Necesitamos superestructuras que nos provean un significado y una interpretación simplificada de la existencia.

En tema de supersticiones, últimamente me han informado sobre la existencia de un nuevo e interesante sujeto. Se trata del I-Ching, una especie de horóscopo chino muy complejo, capaz, al parecer, de proporcionar oráculos altamente fiables. Siendo por naturaleza incapaz de ignorar este tipo de fruslerías, he consultado la versión online. A la más tonta de las preguntas: “¿Triunfaré?“, el oráculo chino destrozó todas mis certezas con una respuesta tanto perentoria, cuanto ambigua: “¡Tienes que ir hacia el suroeste!“. La revelación me ha dejado horadado por un enorme signo de interrogación. ¿Qué demonio significa? ¿Quizás tenga que mudarme a Huelva para aprovechar de unas increíbles oportunidades profesionales en el campo del cerdo ibérico? ¿O tal vez era una profecía llegada con un retraso debido a la falta de actualización del software, y el oráculo, simplemente, quería decirme que mi traslado desde el norte de Italia a Barcelona fue decisión correcta y que de un momento a otro comenzarán a llover billetes de 500 euros por mi ventana? Misterio.

De todas formas, el vaticinio me dejó particularmente descolocado, porque me di cuenta de que estaba completamente fuera del camino. De hecho, tal vez por la atmósfera navideña que siempre se me inocula, llevaba meses dedicando la mayor parte de mi atención a los acontecimientos del norte de Europa. Una tierra que siempre me ha fascinado y que considero ideal bajo muchos aspectos.

Suecia, en particular, no es sólo el esplendor de la naturaleza incontaminada, muebles baratos o premios Nobel desertados, también es la patria del mítico Estado social o de la nunca suficientemente admirada Tercera Vía, la socialdemocracia lograda. Y vale que ahora el viento político ha cambiado, que ellos también están en Afganistán (y que a alguien la cosa le sienta particularmente mal), o que últimamente se ha puesto de moda la caza al inmigrante. Aún así, en fin, se trata siempre de una caza al inmigrante realizada dentro de un contexto de civismo ejemplar, respeto medioambiental y libertades individuales tuteladas. O sea, que ninguno es perfecto y tampoco podemos ir demasiado de delicados…

Entre otras cosas, también tocaría refutar ya la leyenda urbana según la cual el país escandinavo sería cabeza de lista en las estadísticas de los suicidios. En realidad, Suecia, minuciosa como es ella, simplemente ha sido una de las naciones pioneras en la introducción de estadísticas detalladas sobre la cuestión (cuando en otros países el tema seguía siendo un tabú). De hecho, la tasa de suicidios por cada cien mil habitantes en la Europa occidental es: Lituania: 38.6, Francia 17.6, Suiza 17.5, Austria 15.6, Suecia 13.2, Alemania 13.0, Portugal 11.0, España 7,9, Italia 7.1. Se trata de un fenómeno en aumento sobre todo en la Europa del este, donde se producen un promedio de 45 casos por cada cien mil habitantes, frente a los 4.8 de las naciones del Mediterráneo. También es cierto que en países como China, Irlanda, Nueva Zelanda y Australia, el suicidio es la causa principal de muerte entre los adolescentes menores de 15 años. Y luego no me digan que es porque en Australia hace frío o da poco el sol…

Desde luego que el clima y la comida escandinava no representan ningún atractivo. Sin embargo (tal vez…), estaría dispuesto a superarlo a cambio de la oportunidad de estudiar, comprar casa, curarme y moverme con facilidad y con la protección no opresiva de un Estado, que se hace, verdaderamente, comunidad. Hay culturas en el mundo, las más diferentes, que tienen como denominador común el respeto hacia los valores de la convivencia civil. Lugares en donde, a lo mejor no se organizarán fiestas locas o ‘botellones’ oceánicos, pero difícilmente intentarán timarte en el rellano de casa… Países en los que cada acción individual es funcional al bienestar de la comunidad. En Japón, por ejemplo, si te tiras bajo un tren para suicidarte, tus herederos deberán pagar por los daños…

De todas formas, lo del suicidio sigue siendo un tema muy complejo y por supuesto no lo solucionaremos aquí. Solo quiero decir que, más allá de la esfera estrictamente personal, creo que las razones para un elección tan dolorosa pueden encontrar respaldo tanto en las dinámicas de sociedades atrasadas e injustas, cuanto, paradójicamente, en las de las comunidades más avanzadas y civiles. La falta de costumbre a la lucha diaria por la supervivencia, el no tener que preocuparse por las necesidades básicas, de hecho, podría causar debilidad, una especie de ausencia de anticuerpos contra la depresión, que, al igual que la ansiedad, es una enfermedad de la prosperidad.

Es cierto que la paz y la tranquilidad de los paisajes majestuosos de la tundra sueca, durante los largos inviernos boreales, hacen que reflexionar sobre el significado de la existencia se vuelva casi obligatorio, y desde luego no es raro que demorando mucho sobre estos temas se llegue a descubrimientos desagradables. En estas latitudes han nacido genios absolutos que han sido capaces de enfrentarse de manera sublime a la madre de todas las preguntas, llegando a comprender como, a menudo, para encontrarle un sentido a la vida, se requiere el cumplimiento de una acción, incluso banal, pero que, como la vida misma, tenga un principio y un final. Como un partido de ajedrez.

A latitudes más meridionales, en cambio, otros genios distintos han decidido que ya habían tenido bastante. Que el hombre tal vez no esté hecho para vivir cien años. Y cuando llegas a entenderlo, ya no importan el clima, la comida o lo que prometen los oráculos. Es suficiente una ventana para rodar un último, espectacular final.

domingo, 21 de noviembre de 2010

El país de Bungawalia


















El Estado de Bungawalia no será conocido por muchos, pero bien sabemos que fronteras y toponimia en el continente africano varían con la velocidad de una corriente oceánica. Bungawalia es en muchos sentidos la cuña de la civilización africana y mundial; un Estado bendecido por los dioses y destruido por los hombres. Durante décadas ha sido una nación relevante en la política internacional, pero en los últimos treinta años ha sufrido una degeneración implacable que lo ha llevado al borde de la autodestrucción. En realidad, hacia los bungawalianos siempre ha existido un prejuicio que los pintaba como un pueblo ruidoso y liante, sin credibilidad. De alguna manera es como si esa gente se hubiese cansado de la mediocridad y hubiese decidido volverse definitivamente y orgullosamente lo que al fondo todo el mundo pensaba que fueran: unos payasos. Curiosamente, esta decadencia no se produjo como consecuencia de una de las numerosas guerras civiles que ensangrientan el continente, sino más bien como resultado, solo en parte inconsciente, de una parálisis lenta y constante de todos los órganos vitales del país. Un estado de coma progresivo que condujo a la farsa y la opereta (cánones musicales típicos de la zona), más que a la tragedia. Hechos sobre los que si no hubiesen pasado en Africa, no podríamos creer.

La clase dirigente ha cultivado a la población en la ignorancia, proporcionando un adoctrinamiento diario, durante treinta años. Desde la televisión (esencialmente el único medio de información y formación de valores sociales y de identidad frecuentado por los bungawalianos) se ha desarrollado una campaña intensa para incentivar el culto de muslos y tetas, de los atajos hacia un triunfo sin talento. Instintos tribales que han cosquillado una predisposición natural. Además de esta “revolución cultural”, hay que añadir la interferencia de la religión local, poderosa y despiadada, siempre dispuesta a apoyar a cualquiera con tal de mantener al pueblo en el conformismo y en la ignorancia, hasta hacer de Bungawalia el país más ‘talibán’ del continente.

También ha sido esencial la predisposición natural de la población a ser comandada. De hecho, es sintomático que Bungawalia sea uno de los pocos Estados africanos donde nunca hubo una revolución en milenios de historia. Siempre ha cambiado todo, para que no cambiara nada, como dijo un escritor local en un famoso libro. Un pueblo anciano y asustado. Gente acostumbrada a tener dueño, pero al mismo tiempo, individualista y anárquica, extraordinaria en las profesiones serviles (desde Bungawalia provienen muchos de los mejores sastres y cocineros), o autoreferenciales y sin reglas, como son todas las profesiones de arte, materia sobre la que, paradójicamente, desde esta tierra ignorante llegaron innumerables inspiraciones.

Durante los últimos dieciséis años, el país de alguna manera ha sublimado su naturaleza real, que ha llegado a su esencia, gracias a un hombre que ha encarnado (después de haber plasmado el modelo a través de las televisiones de su propiedad) su espíritu. Su nombre ya es legendario: Silvan Banana. Su acción ha estado a la altura de los dictadores más excéntricos de África, como Bokassa, desde el cual sólo le separa el canibalismo, por ahora. Por lo demás Banana lo ha hecho todo. Construyó un imperio económico y mediático gracias al reciclaje del dinero de la mafia local, sobornó jueces y testigos para comprar sentencias en los juicios en los cuales estuvo acusado, compró políticos para recibir protección para sus empresas, y cuando el sistema de poderes que le apoyaba se derrumbó, para evitar la cárcel decidió trabajar por su cuenta. Se aprovechó de las organizaciones criminales que controlan parte del país para crear (a través de bombas y atentados) las condiciones de tensión y miedo necesarias para propiciar su llegada al poder.

Desde entonces ha habido un crecimiento extraordinario de increíbles comportamientos públicos y privados, que hacen sonreír a nosotros desencantados europeos, pero que también ilustran el abismo a donde va cayendo el continente africano. Banana ha conseguido el monopolio del sistema televisivo. Ha hecho que se promulgasen leyes ad personam (su persona) para protegerse de los procesos (entre otras cosas, despenalizó la contabilidad falsa y realizó varios escudos para garantizar su inmunidad) y alentar a sus empresas dañando la competencia. Ha utilizado los servicios de inteligencia para crear falsos expedientes que deslegitiman a sus opositores políticos, se ha aprovechado de su imperio mediático para ocultar la realidad a los votantes, ha abierto los pasillos del poder a ex-strippers, ignorantes, xenófobos y mafiosos (en el sentido concreto de personas condenadas por graves delitos de mafia y no ‘mafiosos’ en el sentido de folclórico y genérico insulto, como a menudo se malinterpreta fuera de Bungawalia). Lo mismo que si en España hicieran ministro a un terrorista de ETA y una chica Interviú.

Silvan Banana, en una de sus muchas residencias principescas, posee un mausoleo personal, donde, se cuenta, ha instalado un sistema de hibernación. No es ningún secreto que B. confíe en llegar hasta los 120 años (ahora tiene 74). En estas casas organiza fiestas dionisíacas con chicas menores de edad, prostitutas, hermosas ministras y estrellas de la televisión. En uno de sus salones hizo instalar un trono de oro, rodeado de palos para la lap-dance. Aquí las chicas actúan para el sultán, que elige cuál de ellas pasará la noche con él en la cama que le regaló uno de los pocos aliados internacionales que ha mantenido: Vladímir Putin. El otro “amigo” que le queda es otro ejemplo de feroz dictadura folclórica africana: el coronel Gaddafi. Todos los líderes democráticos del mundo, de hecho, ya le evitan como a la peste.

Como en Rebelión en la granja de George Orwell, Banana ha sido capaz de crear enemigos imaginarios y variables sobre los cuales ha podido descargar toda la responsablidad por los problemas crónicos del país que nunca tuvo la intención de resolver. De modo que a veces la culpa era de los jueces (“enfermos mentales”), a veces de la anémica y en parte cómplice oposición (“portadores de hambre, carestía y muerte”) y de su electorado (“gillipollas”), o de los pocos periodistas independientes (“delincuentes”). Aún así, o, más bien, precisamente por esto, la gente, hipnotizada, siempre ha seguido creyéndole. El propio Goebbels, por otra parte, en la mucho más civilizada y desarrollada Alemania, dijo que repitiendo sin cesar una mentira, esta acabará convertiendose en realidad.

Ahora parece que el sol se hunda en el imperio de Banana. Los años que pasan inexorablemente, algunas mentiras que devuelven factura y unos amigos fieles que le abandonan. Sin embargo, no hay que confiar demasiado. Como todos los déspotas, el Caimán (así también le llaman) ha sido capaz de encarnar las categorías del amor y del odio. Muchas madres le quieren como a un hijo y varias hijas lo adoran como a un marido. Muchos hombres, por último, le envidian y le estiman por cómo ha sabido triunfar. Todos los bungawalianos de alguna forma son un producto del ‘bananismo’. Para Silvan Banana el país de Bungawalia es una de sus propriedades, que entiende ceder como herencia a su hija: la creación de la dinastía de régimen.

Todo esto sería impensable en las modernas democracias occidentales, y probablemente en la Europa civilizada nos sentimos seguros. El problema es que muchas veces, a lo largo de la historia, este pequeño país africano ha constituido un ejemplo convincente para muchos otros que se creían inmunes frente a semejantes locuras.

martes, 19 de octubre de 2010

Roberto Rigon



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domingo, 3 de octubre de 2010

Antoni Cumella



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sábado, 2 de octubre de 2010

El Diente del Prejuicio














No puedo soportar el ruido. De verdad, soy como un enorme diapasón recubierto de carne, que sufre una tremenda angustia física y psicológica cuando se encuentra sometido a fuertes vibraciones sonoras. Creo que mis graves lagunas visuales han aumentado mi percepción del sonido y ahora vago por la vida con la ansiedad sonora de un gato. A diferencia del felino, sin embargo, no es el volumen en sentido general lo que me produce pánico y rechazo. En los conciertos, por ejemplo, si la propuesta musical encuentra mi gusto, me encanta sentir el bombo reverberando dentro del tórax. Pero se trata de una sensación ordenada y casi táctil. No comunica un mensaje, si no una emoción. En cambio, lo que me entra por los oídos para descansar directamente sobre el cerebro con la pretensión de comunicar debe tener un significado. De hecho, el cerebro es la casa de la lógica y del orden, mientras que el tórax es la funda de la emoción. Así que lo que realmente no aguanto es la desorganización del sonido. El ruido no controlado, el caos, las bocinas, los gritos. Un tono de voz demasiado fuerte es algo que me paraliza, que me impide pensar y reaccionar, y, por supuesto, escuchar. De hecho, si hay una cosa en la que el ser humano ha aplastado a todos los demás animales, es su extraordinario talento para la producción de ruidos. Desde el nacimiento hasta la muerte, el hombre no es más que una prodigiosa máquina para la producción de ruidos ensordecedores y molestos. Las personas parecen entusiasmadas con la oportunidad de infligir su ruido a los demás. El concepto es: “Los sonidos que produzco son una expresión de mi extraordinario ser, imponértelos significa compartir contigo mi extraordinaria vida”. “Gracias, no hacía falta”.

A pesar de esta idiosincrasia, soy italiano. Profundamente y dramáticamente italiano. La imaginación colectiva desarrollada durante décadas gracias, sobre todo, a la cinematografía, pero también a los ejércitos en carne, huesos y chancletas floreadas de turistas italianos gritones, nos describe como personas ruidosas, obsesionadas con las mujeres y la comida, así como vagamente pícaros. Ahora, por mi parte confieso que me encanta la pasta, que en el fútbol antepongo el resultado al espectáculo y que me reconozco una cierta facilidad en la combinación de los colores, pero NO grito, respeto la ley (en la medida de lo posible…) y os aseguro que puedo aguantar hasta tres minutos sin empezar a aullar al paso de una joven hermosa.

El estereotipo sigue vivo, como demuestra el éxito de los “mapas de Europa según los estereotipos”, obra del artista búlgaro Yanko Tsvetkov, creada con la intención de reflejar la opinión que algunos pueblos europeos tienen cerca de sus vecinos.

Con estas cartas descubrimos que los italianos según los franceses son precisamente los vecinos simpáticos y ruidosos (también los griegos son ruidosos, pero no tan simpáticos y mucho más peludos…) mientras que los españoles son flamenquistas, los británicos asesinos de vírgenes y los polacos todos fontaneros. Desde el punto de vista alemán la península ibérica no es más que una extensión de hoteles y restaurantes baratos. Si, en cambio, la perspectiva es la de mis compatriotas, notamos como al este de la frontera se encuentran únicamente legiones de niñeras, ladrones y estrellas de cine porno.

Si, en fin, son los americanos los que observan Europa desde fuera, España y Portugal se reducen a departamentos de ultramar de México y Brasil (y dando un paseo entre los turistas que lucen orgullosamente su sombrero mexicano en las Ramblas de Barcelona se entiende fácilmente el malentendido generalizado), mientras que los franceses son gente apestosa y los italianos, como no, todos mafiosos…

El estereotipo es un pensamiento organizado, un esquema, una porción de sabiduría que utilizamos para entender la realidad de un grupo social. Un conocimiento que el individuo imagina poseer por defecto, sin la necesidad de nuevas investigaciones. Se identifica un objetivo, en torno al cual se organiza un conjunto de características ordenadas de forma jerárquica, para cristalizar una realidad muy variada y en movimiento, evitando de esta manera el esfuerzo necesario en captar los cambios y los matices. El estereotipo permite apropiarse de una imagen simple y proporciona la sensación tranquilizadora de una idea compartida, de pertenecer a un “nosotros”.

Es un fenómeno típico de la conservación. Sin duda surge de la pereza y de la ignorancia, pero es también una forma necesaria de organización del pensamiento. Nunca podremos llegar a conocer a todos los españoles o a todos los italianos del planeta, y las categorías generales, desde Aristóteles en adelante, son preliminares a cualquier razonamiento. El desafío consiste en evitar que los estereotipos/categorías se vuelvan los únicos recursos en que basar nuestros juicios, que tienen que depender, más bien, de la práctica y del estudio del particular. De lo contrario, nos encontraremos con el prejuicio, que por su naturaleza, es un fenómeno irracional, y, como tal, impermeable a cualquier crítica, a cualquier confrontación con la realidad. La religión, por ejemplo, es el terreno más propicio para el cultivo de los prejuicios, ya que se basa en la creencia irracional, en el concepto de comunidad exclusiva (los ‘elegidos’ y los mistificadores, ‘los otros’), y en la hostilidad a la libre difusión del conocimiento.

De modo que ya os podéis imaginar lo que hará este italiano expatriado, con la mente librada de los prejuicios, cuando dentro de poco recibirá la visita de un querido viejo amigo procediente de su tierra…

martes, 28 de septiembre de 2010

El Trabajo del Mar



sábado, 18 de septiembre de 2010

Las invasiones lingüísticas














He leído, con (falsa) consternación, que durante este verano se repitió el curioso fenómeno por el cual algunos jóvenes muy brillantes mueren cayendo desde los balcones de sus hoteles en el intento genial de tirarse a la piscina. 'Balconing', le han nombrado los periódicos. Mis reacciones a noticias como ésta son diferentes. En primer lugar me pregunto por qué se sigue insistiendo en la procreación cuando es obvio que nuestra especie ya ha dado todo lo que podía. Quiero decir, los signos de la decadencia son muchos. El ser humano está cansado de la hegemonía planetaria. Tenemos que admitir honestamente y con serenidad que los milenios pasan para todos, y que, después de la rueda, de la penicilina y del gazpacho, el empuje propulsor de la humanidad se ha agotado. Ahora parece claro que ha llegado el momento de pasar el testigo a los mapaches, o a las palomas, o a cualquiera que sólo tenga algo más de sentido común.

Pero lo que más me molesta de todo este asunto es el mal gusto morfo-semántico de nuestros tiempos. ¿Cómo se puede aceptar pasivamente, con un simple encogimiento de hombros, que nos dispararen violencias lingüísticas como la de balconing? Entiendo las dificultades de definir con una sola palabra una acción que resume sola toda la parábola menguante de la raza humana. Sin embargo, algo mejor se habría podido encontrar. Por lo menos, intentar mudar el enfoque semántico desde el medio, el balcón, al concepto, la imbecilidad. Tal vez ‘imbeciling’ habría sido más apropiado. También para los padres: debe ser bastante humillante un certificado de ‘muerte por balconing.

En realidad no soy tan ortodoxo como parece respecto al tema del desarrollo del lenguaje. Es cierto que me encanta presumir de un buen dominio lexical y de vez en cuando desenterrar del cementerio de las palabras algún artículo antiguo. Pero mi único objetivo es impresionar narcisisticamente a mis interlocutores, y no defender el statu quo lingüístico. Sería una lucha perdida antes de empezar y yo, afortunadamente, no sufro del mito romántico de la derrota.

Sin duda puedo decir de estar en contra de la apertura imprudente e indiscriminada de las fronteras. Siempre es bueno mantener algún guarda, armado o no. Algún segurata que revise el pasaporte de las palabras extranjeras, realice pequeñas investigaciones sobre las familias de proveniencia, verifique que no tengan intención de robar el trabajo (y las mujeres…) a ‘nuestras’ palabras, las cuales aún están ahí, olvidadas o en el paro, tal vez un poco flojas, pero todavía potencialmente muy útiles. Simplemente hay que creer en ellas, darles confianza. Sin embargo, al mismo tiempo debemos demostrarnos abiertos a las nuevas ideas.

La contribución innegable de los que provienen de una cultura diferente puede enriquecer nuestra sociedad, mostrarnos mundos que no imaginábamos y abrirnos nuevas posibilidades. Hay que ser tolerante con los ‘neologismos buenos’, los que nos aportan algo realmente nuevo, que no habíamos podido ver. El racismo lingüístico es signo de miedo y debilidad. Debemos tener el valor de admitir que el lenguaje cambia, no empeora ni mejora, sino que simplemente muda, dependiendo de quién lo utiliza y del medio con el cual se propaga. El 3 diciembre de 1992 fue enviado el primer sms de la historia. Actualmente se mandan casi 7.000 millones al día. Al móvil se ha añadido Internet, con la difusión del correo electrónico y de las redes sociales. La red es una fuente de neologismos, acrónimos y anglicismos maravillosos que buscan a un ‘ciberpueblo’ que les ame y que no les juzgue sólo por el color de sus letras. De hecho, me parece extraordinario que finalmente se sepa cómo definir el concepto de “madre atractiva de nuestro mejor amigo, a la que la plena madurez ha donado un encanto y un sex-appeal (palabra inmigrante ya plenamente integrada en nuestra sociedad) que avergonzaría a las mayoría de las veinteañeras aulladoras de nuestros días”. Ya no hay más dudas o innecesarios despilfarros de palabras. Amigo mío, ¡tu madre es una hermosa MILF!

No hay mucho que hacer. La digitalización ha substituido a la grafía y las teclas de las que disponemos cada vez se hacen más pequeñas. Ganarán ellos. Y con razón. Incluso los que ahora consideramos errores, si son capaces de hacerse un hueco en la práctica, se volverán norma y no hay por qué desesperarse. Así es como nacen las nuevas palabras: desde el error, el malentendido, el deslizamiento de significado. La escritura se está oralizando y esto conlleva una nueva dimensión de inmediatez, aceptación del error, predominio de la síntesis y de la simplificación, e inclusión de los aspectos afectivos (entonación en la oralidad, emoticones en la escritura). No es un drama. O, más bien, no es este el drama. De hecho, si existe un problema, es el empobrecimiento cultural, que no está vinculado a los medios de comunicación. Si la política se simplifica, si se rebajan las inversiones en las escuelas, si la sociedad viene orientada hacia un consumo de bienes que no prevé formas de consumo cultural, luego no es pensable culpar a los sms si la gente ya no piensa. El anacronismo es un error que ya no nos podemos permitir. Los cambios culturales y sociales se han acelerado demasiado para resistirse

Ni siquiera se puede hipotetizar la acción normativa de un organismo superior para la tutela del idioma. Una intervención de la Real Academia Española (Rae) sobre el lenguaje del chat tendría tanto éxito como una de la Academia de Cine sobre la grabación de escenas con el móvil. Por ejemplo, la Rae propone decir ‘bitácora’ en lugar de ‘blog’ y ya ven el caso que le hacen… Si habrá alguien dispuesto a luchar para defender ‘bitacora’ le admiraré por el valor, pero que no se espere ninguna ayuda por mi parte. No merece la pena.

En resumen, se debería intentar no arrugar la nariz y demonstrarse tolerantes. La razón está en el bando de quien acepta el cambio. De lo contrario se corre el riesgo de acabar como el Vaticano, que hace unos años inauguró el primer y único cajero automático en latín: Inserito scidulam quaeso ut faciundam cognoscas rationem. Eso sí que es ser capaz de mantenerse firme ante el paso de los tiempos.

martes, 31 de agosto de 2010

Las Formas del Agua













En otra vida he sido organizador de eventos. Entre otras cosas, he aprendido a temer a la lluvia, a odiar a los actores de teatro y a discutir con gran diplomacia con los tutores del orden llamados a hacer que se respeten los horarios de ejecución. Una de las cosas que más impactan a los extranjeros de paso en tierra ibérica es el descaro de los horarios. Durante este mes de agosto tuve la oportunidad de visitar algunos pueblos españoles (no hago distinciones entre las comunidades autónomas, afortunadamente soy extranjero y se me concede una cierta inocencia política), donde a menudo he tropezado con las varias Fiestas Mayores. Admito que todavía no me he acostumbrado a la idea que un concierto de plaza pueda terminar a las cinco de la madrugada, sin que se manifieste una carga policial o, por lo menos, una viejecita desquiciada armada de bolso volteante e imprecaciones que ennegrecerían el cielo. En cambio, aquí es normal. Como es normal que en las cuatro esquinas del país surja un coro espontáneo, el mismo, que celebra el abuso de alcohol. Que no es ningún juicio moral, nada más faltaría, solo un curioso dato sociológico.


Además de la general propensión a la fiesta (y a la bebida) del pueblo ibérico, este año también tuve la oportunidad de comprobar cinco diferentes modalidades de fruición del agua, un elemento que considero magnífico. Ciertamente más fascinante que tierra y aire y más amistoso que el fuego (a menos de no haberse encontrado en Sumatra en la Navidad de 2004, por supuesto). Como explicaba el escritor inglés Nick Hornby en su novela 'Alta fidelidad', a menudo yo también hago el ejercicio de elaborar clasificaciones un poco sobre todo. Mis películas favoritas, mis maneras favoritas de suicidarse, mis favoritos luchadores de sumo y demás. En cuanto a las modalidades de fruición del agua, en el primer lugar tiene que encontrarse el mar. Puede que sea banal, pero es como decir que para comer una buena paella hay que ir a Valencia. Si quieres agua en su mejor versión, pues, al mar no hay quién le gane. Soy más de roca que de arena. Precisamente por ser un fundamentalista del agua. Entre yo y ella no quiero ninguna mediación, mientras que la playa crea una tierra media en la que casi todas las comodidades de la vida terrena están todavía disponibles. La roca esta posibilidad no te la concede. En segundo lugar, novedad absoluta de este año, el río. El cañón para ser exactos. Experimentado en el Prepirineo aragonés. Ha sido un descubrimiento. Siempre lo había desairado. La extensión en sentido longitudinal me parecía un límite. El caso es que al agua también asocio el concepto de horizonte amplio. El río, en cambio, más aún que el lago representa una restricción del campo visual. El agua aparece de repente, es casi una emboscada. Se esconde y vuelve a aparecer después de unas cuantas curvas. También he aprendido a apreciar un cierto 'faquirismo fluvial'. De hecho, es todo muy difícil. El acceso laborioso, el agua helada, la sombra mucho más presente que el sol. Precisamente todas estas dificultades, será por una educación católica a la mística del sufrimiento innecesario, me lo hacen atractivo. El lago es de un aburrimiento mortal. Sé que muchos se rebelarán en contra de eso, pero para mí no hay historias. El lago aburre. El tema es que a veces este es el objetivo: aburrirse. Olvidarse de las horas y cristalizarse en una postal en la que todo es más o menos inmóvil. Así que el agua ya no es una hipótesis de baño, si no uno de los elementos, el protagonista, de la pintura. Es un poco como ir de vacaciones al campo. No es ni carne ni pescado. Es optar por no elegir y disfrutar de la parálisis. En el último lugar de mi clasificación tengo que poner la piscina. Se trata por supuesto de una postura esnob. De un esnobismo de última generación. El mismo del senderismo, de la comida orgánica y de las bayas del Goji, para que nos entendamos. A parte, hay que distinguir entre piscina privada y pública, ya que la dimensión "bañera llena de extraños de dudosa higiene personal" resulta obviamente un factor clave para la impopularidad de esta solución acuosa. A mí la gente, en general, no me entusiasma. Lo sé, lo digo abiertamente y asumo las consecuencias todos los días como un perfecto samurái. De modo que la piscina, aliñada con una vinagreta a bases de cremas solares y cloro en cantidades urticantes para aniquilar el meado de la humanidad más variada, pues, no es para mí.


Lógicamente, no puedo negar que la piscina privada posea su encanto, pero para mí es poco más que el de una buena ducha, y, de todas formas, será siempre secundario y dependiente de la idea de hogar. De hecho, una de mis fijaciones recurrentes es la fascinación hacia las casas, especialmente aquellas que se lucen en la primera línea del mar. Cuando visito ciudades marítimas no puedo dejar de pensar en la casa que me gustaría poseer en la orilla. En este sentido soy muy burgués del siglo XX y muy poco ambientalista del siglo XXI. Tal vez porque nunca tuve algo así y siempre lo he envidiado, de todas maneras debo admitir que mis tetrágonas certezas de clase y el encanto de la revolución proletaria desvanecen frente a una cocina con vista al mar. Cambiaría mi copia autógrafa de El Capital por una buena hipoteca marítima. Me seduce la idea del 'buen retiro', donde comunicarme con el mundo únicamente a través del servicio de mensajería de gaviotas y atunes amaestrados.


Recientemente, mientras duermo el sueño de los justos, me aparece en sueños el pintor Salvador Dalí. Discutimos de esto y aquello y a menudo tampoco entiendo lo que me dice, el maestro tiene fuertes problemas de coherencia lexical, tal vez debería señalarle un buen logopeda. No pocas veces llegamos a tirarnos en la cara huevos y relojes blandos. Además, no hace otra cosa que hablar de su esposa rusa. Es que tiene una fijación. Él sabe que me enojo cuando saca su idioteces sobre el régimen. Ni siquiera se las cree de verdad, pero le encanta provocar. A menudo los genios oblicuos son así. Sin embargo, estamos totalmente de acuerdo en que no hay nada mejor que una casa en el mar. Ni siquiera un museo que lleve tu nombre en la plaza de tu pueblo natal. Por el amor de Dios, claro que me gustaría. Mi madre estaría muy orgullosa, pero como una casa en el mar no hay nada.

sábado, 17 de julio de 2010

(Mi) Inteligencia


















Entre las miles de obsesiones que me rebotan en la cabeza, hay algunas que me ayudan a dormirme. Vivimos en una sociedad demasiado desarrollada en términos de relaciones y avances técnicos como para conformarse contando unas absurdas ovejas que saltan una valla. Tengo un amigo que para dormirse intenta individuar la manera con la que el Imperio Romano habría podido salvarse de la invasión de los bárbaros y de las blanduras que debilitaban su gran cuerpo. A mi, que no poseo una mente estratégica, pero que si se me da bien el análisis, me relaja tratar de definir el concepto de inteligencia.

En realidad, soy consciente de como todas mis conjeturas sean del todo instrumentales a la confirmación de lo que creo ser mi forma particular de inteligencia. Es decir, elaboro teorías con el único propósito de confortar mi patológica necesidad de considerarme una persona inteligente. Si yo fuera azul, diría que para ser inteligente hay que ser azul. Como nunca he sido uno de esos tipos cuya belleza les abre todas las puertas, siempre he defendido con vigor mi supuesta brillantez intelectual. Los abusones del cole podían burlarse de mis gafas o del aparato para los dientes, sin que me afectara, en cambio, me volvía feroz si se atrevían a cuestionar mi inteligencia.

Los años que pasan, es sabido, ofrecen a los ex-pringados la oportunidad para una fácil venganza, porque, mientras la belleza se desvanece o, en general, pierde algo de su poder de influencia, la inteligencia a menudo adquiere con el tiempo la estima y el respeto de las personas. Más aún que el aspecto físico, la agilidad mental te permite marcar una diferencia entre ti (que todo sabes y comprendes) y los otros, guapos cuanto quieran, pero, en falta de neuronas, no aptos para la supervivencia en la jungla social. Y aquí llegamos al punto: el considerarme inteligente me sirve principalmente para cultivar mi naturaleza de esnob, o sea, sentirme sin razón alguna mejor que los demás y, sobre todo, librado de la necesidad de demostrarlo. Puede parecer fácil, pero ser un esnob es muy cansado. Requiere un trabajo constante. Para empezar hay que saber mover muy bien las cejas, y, luego, es esencial estar bien entrenados para nunca quedarse sorprendidos o, por lo menos, para que no se note:

- ¿Has visto, querido?
- ¿Qué, querida?
- El niño está levitando en el salón y la cabeza le da vueltas vertiginosamente y unos ratones amarillos le están bailando alrededor pronunciando fórmulas sagradas en armenio.
- Suele pasar. ¿Me pasas el periódico, por favor?

No poseo otras calidades de excelencia. Nada de dinero, nada de físico estatuario, ni tampoco habilidades prácticas, concretas o aunque sólo útiles. Únicamente una indeterminada reputación de persona inteligente, por la mayoría alimentada por mi madre... Por esta razón es tan fundamental llegar a la definición de un concepto lo más posible hecho a mi medida.

Talleyrand
, que ciertamente no fue un santo, prefería los delincuentes a los idiotas, porque, dijo, al menos los primeros de vez en cuando descansan. Estoy de acuerdo con él. Creo que la estupidez, y más aún la ignorancia, son el verdadero mal de nuestro tiempo. Un tiempo en que todos los estímulos y los métodos de alcance de la cultura (no necesariamente concebida como un conjunto de libros polvorientos o de debates sobre el noúmeno realizados por viejos pelucones) son ultra acelerados, tienen una mecha corta, se consuman y se olvidan al instante. Esto me lleva a creer que la mente de los contemporáneos se esté formando con un déficit importante en la capacidad de atención, que es la base de lo que personalmente considero el humus de la inteligencia: la memoria.

Para mí, la receta de la inteligencia consiste en: intuición (15%), capacidad de adaptación (20%), constancia (15%), memoria (50%). De modo que es evidente que en el proceso de formación de las capacidades intelectuales, considero más importante el contexto social y la vida misma que la genética. La constancia, por ejemplo, es hija del carácter, porque para mí la inteligencia debe tener también una aplicación práctica para definirse como tal (aunque sepa que esto no depone en mi favor...). Para que todos estos ingredientes se puedan cocinar juntos, sin embargo, es esencial desarrollar la capacidad de atención, la que podría definirse como el horno de cocción. El problema es que, en la era de la búsqueda por imágenes de Google o del formato videoclip, el umbral de la atención se ha reducido drásticamente. Digamos que al quinto minuto de conversación unilateral (escuchando), ya estamos pensando en otra cosa y seguimos con el piloto automático. Además, la alegre propagación de las drogas psicotrópicas a partir del 1968 (el suplemento satírico del siglo XX), aplastó cualquier esperanza de mejoras en nuestra sociedad. Todo lo contrario de abrir la mente ...
De hecho, cuando los monjes medievales descubrieron los textos de Aristóteles o Confucio, en seguida se dieron cuenta de que nunca podrían llegar a tales niveles de pensamiento, y los intelectuales de la época tuvieron que crear la imagen de los enanos subidos en los hombros de los gigantes. Es decir, no es nada cierto que la sociedad tenga que avanzar hacia el aumento progresivo e inexorable de la inteligencia colectiva. Mañana no será necesariamente mejor que ayer. El nivel de inteligencia general depende de la forma de sociedad en la que se desarrolla. Y la nuestra es una sociedad sin memoria. Él que no recuerda no aprende y quien no aprende no evoluciona.

Ser inteligente significa comprender las conexiones entre las cosas, ponerlas en relación entre ellas. Aprovechar de los propios recuerdos y conocimientos para resolver problemas del presente y del futuro. Por lo tanto, otro ingrediente esencial es la curiosidad. En efecto, esa capacidad de conectar a los elementos disponibles resulta estéril, o por lo menos, poco útil, si los elementos son escasos. Las personas que tengan pocos intereses y una pequeña reserva de conocimientos, vivirán en un pequeño mundo, donde acabarán ocupando la totalidad de su espacio intelectual con sí mismo, que es lo único que conocen. Le faltará capacidad de comparación y probablemente no serán capaces de escuchar y con eso de aprender y, por supuesto, pecarán de egocentrismo. Serán, en suma, como un bebé recién nacido, cuyo universo se limita a sus extremidades.

En preciso ser curiosos para almacenar la mayor cantidad posible de información a través de la capacidad de atención y de la memoria. Luego, con aplicación e intuición, hay que saberse adaptar a las situaciones y aprovechar de los propios conocimientos para solucionar problemas. Bueno, tal vez esta sea mi definición de inteligencia. Ahora ya puedo dormirme.

martes, 6 de julio de 2010

La Muerte













Será el calor, será el Mundial que no procede (para mi...) precisamente como me esperaba, será la subida del Iva, serán todas estas cosas, pero hay días en que uno piensa incluso en la muerte.
Nada grave, no os preocupéis. No me refiero ni al suicidio, ni al asesinato en serie. Tampoco es necesaria una tristeza de ánimo especial. Se puede acabar pensando en la muerte sin más. Tratando de definir un concepto propio, casi como un desafío intelectual.

Me interesan las diferentes reacciones de los sobrevivientes de cara a la pérdida. Hay muchas. Yo, en general, según la poca experiencia que tengo de este asunto, creo de ser uno de los que se preparan con antelación. De los que se acostumbran a la idea de que en cualquier momento pueda pasar lo inevitable, de manera que el trabajo de aceptación del luto se vaya diluyendo en pequeñas dosis diarias, antes de que esto ocurra realmente. Cuándo voy conociendo a una persona, comienzo también un camino paralelo de racionalización del hecho de que, posiblemente, antes o después deba desaparecer de mi vida. Me preparo a lo peor. Presupuesto la pérdida antes de sufrirla para mantener siempre intacta una reserva de capital emocional, que luego me permita no perder totalmente el control. Es una forma contable, bastante rancia, de autodefensa, pero también es muy efectiva. Sin embargo, obviamente, también es un grave impedimento a la hora de comprometerse emocionalmente con las personas, o de disfrutar a fondo de las relaciones. Sobre todo, es una actitud que, inevitablemente, genera remordimientos. Factor que, junto al dolor físico y a la pérdida de la autosuficiencia, representa mi principal inspiración para concretar un concepto abstracto como el de la muerte. En efecto, no consigo temer el fin de todo, como hecho en si. Al no ser religioso y no creyendo en otras vidas más allá de la muerte de la carne, me parece ilógico temer la nada. En cambio, me da miedo la idea de darme cuenta de la llegada del final, por vejez o por enfermedad, y encontrarme revisando una cadena de oportunidades perdidas, malas decisiones o, mucho peor, decisiones no tomadas.

El otro día leí una entrevista en el Times (mentira, la leí traducida en un blog, además ahora muchos de los contenidos de la web del Times se pagan...) en la que el director estadounidense Woody Allen se autodeclaraba, profesionalmente, un fracasado: "He despreciado una oportunidad para que la gente mataría. Tuve libertad artística total. Otros directores no la tienen durante toda su vida. Y yo, con la oportunidad que tuve, he conseguido hacer muy poco. De las cuarenta películas que he hecho, treinta habrían tenido que ser obras maestras, ocho películas muy buenas y dos cosas embarazosas, pero no fue así. Muchas de mis películas son agradables para el nivel general que hay, pero mira a los que lograron hacer cosas maravillosas - Kurosawa, Bergman, Fellini, Buñuel, Truffaut - y luego mira a mis películas. He malgastado una oportunidad y solo puedo culparme a mi mismo".
Es evidente que muchos no opinarían lo mismo que él, pero Allen aprueba sólo seis de sus trabajos y el juicio general sobre su carrera es lapidario: "Llegas a una cierta edad y te das cuenta de que no eres un grande. Cuando eres joven aspiras a serlo, pero, por una razón u otra - la falta de compromiso, de disciplina o simplemente de genio - no puedes conseguirlo. Los años pasan y entonces te das cuenta: soy un mediocre. Hice lo mejor que pude". También es cierto que entre las seis películas salvadas por el director de Manhattan, aparece Vicky Cristina Barcelona (tal vez uno de los mayores desperdicios de celuloide del siglo) y por lo tanto su opinión no parece del todo lúcida. Aún así, entiendo y comparto la frustración que puede resultar de un balance de vida no satisfactorio.

El pésame para lo que no se hizo y los remordimientos para lo que si se hizo, así como las razones para las que vale la pena vivir, son categorías relacionadas con la edad en la que se elaboran. Yo, por ejemplo, con treinta años, aún no he vivido tanto como para haber cometido errores mortales, de modo que, por ejemplo, sigo sufriendo terriblemente para no haber aprendido nunca a tocar (bien) un instrumento musical. Con sesenta años, posiblemente, me parecerá una tontería y tal vez me arrepentiré de no haber tenido hijos o de haberlos tenido... Pero sé, que si muriera mañana, no haber conseguido tocar el órgano como Jimmy Smith me haría sufrir.
La otra noche estuve en un concierto. Excelente música gratuita al aire libre. Había bastante gente, pero no demasiado, lo suficiente para sentirse exclusivos, pero no sectarios. Vestuario cómodo. Algo de viento. Cerveza disponible sin excesiva cola. Posibilidad de sentarse en el césped. Todo muy sencillo. Para mí, ahora, en esta época de mi vida, todavía es una de las cosas para que me parece que valga la pena vivir. Sin embargo, confieso que aún me sorprendo cultivando la insana idea de realizar algo memorable en la vida. Y eso es malo, porque aumenta las expectativas y, en consecuencia, las decepciones en caso de fracaso. De modo que creo que acabaré dando la razón al viejo Woody cuando confiesa: "No quiero alcanzar la inmortalidad a través de mis obras, quiero alcanzarla viviendo para siempre. No me interesa vivir en el corazón de los americanos, prefiero vivir en mi apartamiento".

lunes, 21 de junio de 2010

La Vocación














En la fantasía del mundo del trabajo, ya no existen sólo las tristes y grises categorías de campesino, obrero y profesional, sino toda una selva de posibilidades que se abren ante los jóvenes que cruzan el umbral de la independencia económica en busqueda de su camino.

Entre los puestos de trabajo más amenos con los que me he topado, como frecuentador compulsivo de webs como Infojobs, sin duda merece una mención la de probador de condones. “Se busca probador o probadora de productos Durex”. El conocido fabricante de preservativos buscaba a dos adultos que, después de asistir a las clases online (me imagino que la plataforma de estudio debía de ser YouPorn), completar un cuestionario y pasar una selección, habrían recibido como premio un suministro anual de productos. Cinco mil euros para gastarse en viajes, y la oportunidad de convertirse en consultores de la empresa.

Sin llegar a estas perspectivas profesionales, debo admitir que en mi experiencia personal como vendedor de mi tiempo, he podido enfrentarme a hipótesis de carreras brillantes. Hace unos meses estuve doce horas encerrado en el sótano de un hotel doblando cajas de cartón. En otra ocasión dediqué dos días de mi preciosa vida para cuidar la incolumidad de un coche de Fórmula Uno. Me quedé horas plantado como un guardia real. No se acercó nadie, pero yo y el coche aún nos escribimos. También traté de vender mi pelo a una escuela de peluqueros y me descartaron por caspa. Hice de fotocopiador a destajo y llegué a encarnar al ‘muelehuevos’ que te para por la calle para venderte un paquete de servicios de telefonía. Aguanté dos horas. A la décima palpada a los muslos de mi compañera ocasional, por mano de mi “instructor”, me fui indignado, al sentirme ignorado por el jefe…

En cambio, me he dado cuenta de que tengo una verdadera vocación para la profesión de segurata. Ustedes no me ven, pero les puedo asegurar que no poseo precisamente le fisique du role para el oficio. Sin embargo, trabajé durante cinco meses, con gran éxito y satisfacción, como taquillero-segurata en una lugar nocturno de Barcelona. Tuve que dirimir espinosas batallas étnicas, aplicar delicados ejercicios de psicosociología y resistir heroicamente a flagrantes acosos sexuales (Clienta americana que quiere entrar: “No tengo dinero”. Yo: “Lo siento, no puedo dejarte entrar”. Clienta: “¿Seguro? ¿Que no te mola el sexo oral?”. Yo: “Umm, buff, buffl, ummm, ohh…”. Mi experto colega a mi rescate: “Depende de qué boca”.) Por cierto, también soy el moderador de unos chat de deporte. Yo decido quién puede hablar, quién ya no puede entrar, quién está suspendido. En práctica se trata del mismo oficio. Que, total, es lo que hace también San Pedro. Segurata del Paraíso. Así que, en fin, un oficio bastante prestigioso.

Pero, probablemente, la parte más emocionante de la búsqueda de trabajo siguen siendo las entrevistas. Hace un tiempo me presenté a una selección para estos oficios posmodernos, de los que te explican que tiene mucho que ver con internet, muchísimo con el inglés y bastante con la cara dura. Sin embargo, es prácticamente imposible llegar a saber algo un poco más preciso. Paso la primera selección en agilidad. Me entrevista una chica italiana, que, como siempre, se queda fascinada por mi mirada magnética.

Al respecto, me acuerdo también de una vez en que mandé al carajo un buen trabajo, porque me entrevistó una chica hermosa y lanzó la fatídica pregunta: ¿Cómo te ves de aquí a cinco años? Le contesté con ojos soñadores : “Voy a ser escitor”. ¡Oh-Oh-Oh! “Lo sentimos, chaval, estamos buscando a una persona seria…”. Nunca hay que perder de vista el objetivo: el curro. Y no las sábanas de quién te esté entrevistando.

De todos modos, volvamos al trabajo posmoderno. Tengo que enfrentarme a una segunda prueba, esta vez escrita. Y también la paso de un salto. Así que me convocan para una tercera selección, y ya la cosa me hace enojar. ¿Pero cuántas veces debe ser seleccionado y examinado un pobre hombre para un trabajo de mono y encima mileurista? Bueno, me enfrento a la nueva prueba con mi habitual locuacidad, pero la experiencia en seguida me dice que se trata una de esas formas esotéricas de selección de personal, de las cuales casi nunca salgo ganador. Me ha ocurrido más veces y casi siempre he acabado estropeándolo todo. Esta vez trato de resistir y demostrarme amable. De modo que me trago, como si fueran normales, preguntas como: ¿Cuáles son sus puntos fuertes y débiles? ¿Usted se tiene respeto? ¿Usted se ama? Además del súperclásico: ¿Cómo se ve de aquí a cinco años? Pero esta vez le digo lo que quieren oír: “Me veo aquí, en la empresa, crecido profesionalmente”. ¡Bingo! Ya lo tengo.

Entonces mi entrevistadora me pide que escriba una carta de presentación. Yo, con mucha cortesía, le hago notar que ya había escrito una y que además la veo ahí delante, encima de mi expediente. Sin embargo, me dice que tengo que escribir otra, a mano, porque será examinada por el grafólogo. ¡¿El grafólogo?! Ahora mi cara me delata. Hay cosas a las que mi raciocinio se rebela. Aun así me obligo a escribir dos tonterias (entre éstas, que me gustaría trabajar en la empresa, porque así podría tumbarme en el césped que rodea el edificio durante el almuerzo…). Me despido como todo un caballero y me largo.

El director alemán Werner Herzog se dirigía a los aspirantes a cineastas con estas palabras: “En lugar de asistir a una escuela de cine, salid al mundo real, ir a trabajar como segurata en un sexclub, en un hospital psiquiátrico o en un matadero. Vayan caminando, aprendan idiomas, un oficio o una profesión que no tenga nada que ver con el cine. El cine debe tener en la base una experiencia de vida. Gran parte de lo que aparece en mis películas no es una invención, es la vida misma, mi vida”. Lástima que no tenga ambiciones cinematográficas, porque deduzco que voy por el buen camino, si, entre otras cosas, tampoco conduzco.

martes, 15 de junio de 2010

Perdidos en el Golfo














No se puede permitir al Humo Negro salir de allí. Propagarse, invadir el mundo y causar su destrucción. Hay que reponer el tapón.

Es cierto, por desgracia, que el ingenioso intento de absorción, llevado por salchichas formadas de calcetines de nylon rellenos de cabellos y pelo de animales, generosamente donados por los americanos, no solucionaron el problema. Mejor, mucho mejor, las salchichas sintéticas. ¿Hechas con qué? Pues con petróleo. Quien es causa de su dolor, que se llore a si mismo, podría decirse.

2.400.000 litros por día de Humo Negro están saliendo desde la fosa de Macondo, en el golfo de México, a 1.500 metros de profundidad. Todo rigurosamente televisado en directo mundial gracias a las spill-cams, que registran un audiencia récord. Es normal. De hecho, nos estamos acercando al final de la temporada. Cámara fija y el Humo Negro que sale y se extiende, corrompiendo la naturaleza y el alma. Público absolutamente hipnotizado.

Deepwater Horizon es la estación, creada en 2001 por la (Iniciativa) British Petroleum, que explotó hace dos meses provocando este nuevo fin del mundo. Tal vez habría tenido que volarse con una bomba nuclear. ¿Por qué nadie pensó en la atómica? ¿Dónde están los norcoreanos cuando se necesita una buena idea? En realidad, el asunto se resolvería sólo, si se lograra crear un universo paralelo donde nada de esto hubiera pasado. El incidente del 20 de abril, cuando todo comenzó, no habría ocurrido nunca. Si se pudiera volver atrás en el tiempo, se podría intervenir para prevenir todo esto.


Pero no puede ser. Lo que pasó, pasó. Ahora, lo cierto es que necesitamos a un candidato. Una persona que se sacrifique, baje y reponga el tapón, para que la luz de la vida no se apague y el Humo Negro se quede atrapado en las entrañas de la tierra. ¿Pero quién? Barack Obama ya no tiene la fuerzas para salvarnos de la situación. No puede intervenir directamente. Es necesario que el Elegido encuentre en sí mismo el valor para cumplir con la ingrata tarea.

De mientras, en la superficie, trece barcos constituyen la ridícula flotilla que pretende encarcelar el Humo Negro. No saben que el juego es mucho más grande que ellos.

Todos los que parecían candidatos perfectos, gradualmente han ido perdiéndose. Han sucumbido al Mal. Antes fue la Cúpula de aspiración grande, luego la Cúpula de aspiración pequeña. Todos intentos sin éxito. Así llegó el turno del Tubo, o mejor dicho, el Gran Jeringón, que luchó con valentía contra el enemigo, consiguió contenerle, pero que no pudo resolver la situación. O sea, reponer la tapa.

También se enfrentaron al Humo la sierra con hojas de diamante y las Tijeras Gigantes. Nada. Todos sus nombres fueron tachados inexorablemente uno por uno de la pared de los candidatos.


Incluso Top Kill ha fracasado. No era su destino. Sus cualidades son indiscutibles, pero todos vivimos para cumplir con una tarea única y específica. Sin embargo, Top Kill tuvo el merito enorme de hacernos conocer la falibilidad de hormigón armado. Acabó con un mito. Nos llevó al abismo y estábamos seguros de que él era el Elegido. El nuevo protector de la vida sobre la Tierra. Pero no fue así. Él también se rindió.

Ahora la situación se ha vuelto aún más crítica. Empiezan a hundirse los bastiones costeros. El viento se hace violento. Ésta es tierra de huracanes. El científico Kerry A. Emanuel, profesor del MIT, está convencido de que el petróleo puede tener efectos deletéreos y favorecer la difusión de los huracanes. De hecho, una evaporación inferior del agua, debida a la mancha, podría conducir a una subida de la temperatura del mar. Y más calor que se eleva hacia el cielo podría ampliar los frentes nubosos de los huracanes, con consecuencias poco atractivas. De modo que el Humo Negro se encontrará con valiosos aliados en su camino de huida.

Tal vez, sólo un hombre de buen corazón, tras haber derrotado a sus demonios y aceptado su destino, dejando de lado la racionalidad y cumpliendo un acto de fe, podría aún salvar al mundo. Sacrificándose para dar un sentido a su existencia.

Todavía hay un rayo de esperanza, aunque la situación se haga cada vez más crítica. De todas formas, ¿quién nos asegura que el Humo Negro, detenido en el golfo de México, no acabe encontrando otra salida, digamos, por ejemplo, en un agujero islandés? La lucha en contra del Mal será eterna.


Acabo de aterrizar. El avión esta vez ha bailado un poco. He temido lo peor, aunque, evidentemente, ya había individuado entre los pasajeros el calvo con el parecer más hierático y tranquilizador. En caso de que sobrevivamos, me dije, no me separaré de él. Él sabrá qué hacer. Es una precaución que voy tomando desde hace unos seis años cada vez que vuelo.

Sin embargo, ya pasó. No tengo nada de que preocuparme, a parte de haber tenido uno de los sueños más SEO oriented de los últimos años. La salvación del planeta, en cambio, no está dentro de mi alcance.

martes, 1 de junio de 2010

Malos maestros














Finalmente aquellos egoístas que son los alemanes se han convencido a salvar la pobre Grecia, armando un enorme escudo de miles y miles de millones de fantaeuros, ya sea porque no se entiende muy bien de donde sale este dineral. Tiene pinta de ser un poco como con los carteles que advierten de la presencia de un sistema de cámaras de seguridad para asustar a los ladrones, cuando, en realidad, como mucho dentro podrás atropezar en unas trampas para ratones. A parte, esto de solucionar las deudas endeudándose mucho más, todavía es un mecanismo que me resulta un poco hostil… Que, si no fuera para la piel del Marco… perdón del Euro, mística entidad a la cual, como es notorio, estamos todos muy aficionados, a los amigos del sirtaki posiblemente ya les habríamos dejado navegar a la deriva, hacia una más natural colocación medioriental. Total, la historia nos enseña que es mejor no confiar en los griegos y en sus promisas de rectitud, que todavía en Troya no pueden ver a un caballo.

De todas formas, la desconfianza hacia Grecia es más bien la desconfianza hacia todos los países del Mediterráneo, los así dichos países del Club Med. Sin duda, una denominación más respetuosas que la otra de PIGS, acrónimo, muy eficaz desde el punto de vista semántico, de Portugal, Irlanda, Grecia y España, con el cual los economistas individúan los eslabones débiles de la cadena europea. Evidentemente muchos objetan la falta de una I, la de Italia, como pleno miembro del club de los pícaros cerditos de Eurolandia.

De hecho, es curioso como entre Italia y España, desde hace años, se ha instaurado un singular síndrome del espejo. Si uno goza, el otro llora y viceversa. Mi condición de emigrante (de Italia) e inmigrante (a España), me vuelve testigo privilegiado de este fenómeno. Hace un par de años (en el 2 a.C., o sea, ante Crisis) cuando volvía a Italia, todo el mundo me miraba como, posiblemente, le miraban a Colón cuando volvió de las Américas. Era todo un: “Que suerte que tienes, allí en España si que saben como hacer las cosas, a nosotros ya nos han dejado muy atrás”. Y más: “Qué bien ese Zapatero, allí si que se respetan los derechos humanos, los homosexuales se pueden casar y hasta los monos se tratan con respecto…”. Luego, en tierra ibéricas se me acercaban con el orgullo de quien lleva años esperando que llegue su momento para sacarse las satisfacciones: “Oye, he leído que España ha adelantado a Italia en la clasificación del PIB. ¡Seguro que debe joderte muchísimo!”.

Últimamente, en cambio, vuelvo a Italia y todo el mundo me busca (como si fuera el embajador del Gobierno de Madrid) para soltarme con una sonrisita en la cara: “Aquí la crisis es brutal, pero allí en España lo están pasando peor. Ya no nos dan clases, ¿verdad?”. O también, los más informados: “He leído que en España el paro ha llegado al 20%. Jolín, aquí sólo tenemos el 15”. Es cierto que los dos países lucen virtudes comparables. Por ejemplo, en Italia tenemos las mafias, en España ETA; en Italia inventamos el fascismo, pero en España es donde más duró; en Italia domina la corrupción, en España el PP valenciano; en Italia Berlusconi, en España… pues no, aquí ganamos nosotros, por mucho que Zapatero se empeñe. Y así, como si siguiéramos una guerra entre pobres.

Tal ve habría que dejar las escaramuzas entre vecinos y mirar un poco más allá, hacia problemas y soluciones de tipo cultural, antes que numérico. La impresión es que nos estemos meciendo dentro de un complejo de inferioridad que se retroalimenta de manera recíproca.

Agencias de calificación privadas, como Moody’s o Standards & Poor’s, nos han explicado, hace unos días, que los bonos de estado griegos ya no son más que basura, y que los portugueses, bueno, digamos que están en fase de putrefacción. También han rebajado la nota de solvencia española (pues sí, la misma España del milagro económico, portada de las revistas de economía de los últimos diez años), con consiguiente pánico español y alegría italiana.

Ahora bien, seguir entregando el propio destino y dinero (a menudo la misma cosa) a las profecías disparadas urbi et orbi de las agencias de calificación es, más o menos, como pedir a Freddy Kruger que nos lea un cuento de hadas para dormir. Esos oráculos de Delfos (para seguir con la partitura griega) de la macroeconomía han fallado descaradamente y de manera sistemática todas las previsiones a que se han aventurado en los últimos cinco años (si hubiesen acertado no estaríamos en crisis, me imagino…). Es cierto que los analistas se basan, para juzgar los balances, en datos proporcionados por los estados y las empresas, así que si estos les venden caspa por azúcar, no podrán certificar otra cosa que su dulzura. Sin embargo, se espera que los profesionales posean alguna herramienta más que nosotros para desenmascarar las mentiras de contabilidad de directivos y burócratas. Confiar en ellos puede que satisfaga la necesidad muy humana de encontrar respuestas y culpables. Así, por otra parte, también se explica el éxito global de otras dicotomias imaginativas como las de Dios y Satanás, o del Reich milenario y del complot internacional demoplutocráta, judío y masón.

Para mí, las capacidades creativas de estos camellos de verdades no son inferiores a las de J.R. Tolkien. Lo digo con sincera admiración.

jueves, 20 de mayo de 2010

¿Podrán ovejas y calabacines salvarnos el alma?



















* ¿Que hay para cenar?
* Lomo.
* ¿Y qué más?
* No sé. ¿Hacemos una ensalada?
* Vale. Hay que comer verde.
* Además este mes es mejor si no gastamos mucho, ya sabes.
* Sí, la crisis nos ha enseñado que ser vegetariano es ‘guay’.
* Claro. ¿Descongelo algo para mañana?
* ¿Qué tenemos?
* Lomo.
* Vaya.

La vida, a menudo, se nos resbala de las manos entre un café tomado de pie, el metro (¡¿por qué no te duchas, tío?!), el curro, con el colega que nos cae bien únicamente porque los demás parecen recién llegados de la ciudad de los zombis, la vuelta a casa (¿qué dan por la tele? Nada. ¿Peli o serie? Serie, así me dormiré). Y luego, por las cenas con las parejas amigas (de ella) diciéndonos cosas redichas y poniendo cara de perenne sorpresa, el fin de semana dedicado a las compras que durante la semana nunca tenemos el tiempo de hacer (por favor, ¡qué alguien me explique la diferencia entre Adolf Hitler y el Sr. Ikea!) y la comida de los domingos con la familia (de ella).

La rutina nos da seguridad y es lo primero que se echa en falta después de una separación. Sin embargo, de rutina también se puede morir. Poco a poco, como con la tortura china y la gota de agua en la cabeza. Acaba taladrándote el cerebro. Y eso que el aburrimiento es cosa de personas inteligentes, argumentan los poetas (¿y quiénes somos nosotros para discutir a los poetas?).

También es cierto que en época de apuros económicos resulta más difícil escapar de la monotonía. Es decir, si tuviera mil millones de millones de euros, posiblemente me compraría un avión, desayunaría en París (me encanta el pain au chocolat), almorzaría con un filete de tamaño inmoral en Toscana y por la noche me dedicaría a cenar con los actores del nuevo musical de Broadway, que acabaría de producir.

Sin embargo, hay quien ha decidido huir de la rutina, escapar de la carrera del hámster y volver a plantear su existencia fuera de lo habitual, sin gastarse (casi) un duro. Son los wwoofers, o sea, los hombres y mujeres que se han unido a WWOOF (Willing Workers on Organic Farms). Traducido del inglés: “Trabajadores voluntarios en granjas ecológicas”.

Se trata de una red internacional de granjas donde se promueven los ideales del ecologismo y la vida saludable. Nació en Inglaterra a principios de los años setenta de manos de Sue Coppard, una mujer que se había mudado a Londres y echaba de menos la vida del campo. Y la idea se difundió muy rápido por todo el mundo. En Australia ya existen casi 1.500 granjas wwoof, y en España 220. Cada país tiene su listado publicado en internet donde se pueden encontrar todos los datos y contactos.

La gran mayoría de las granjas son de conducción familiar. Personas que han comprado tierra y se han marchado al campo para montar este negocio ecocompatible, con el fin principal de la subsistencia. En efecto, la idea es vivir de lo que se produce, si bien hay quien ha logrado poner en marcha una pequeña producción destinada a la venta en los circuitos comerciales locales.

Además de los granjeros ‘fundadores’, se ha desarrollado un movimiento de viajeros que dan la vuelta al mundo a través de la red wwoof. De hecho, casi todas las granjas ofrecen hospitalidad a quien quiera echar una mano y probar la experiencia rural. No hay un límite de permanencia, pueden ser tanto dos semanas como un año, y hasta existe la posibilidad de quedarse de por vida. Comida y alojamiento están garantizados gratuitamente a cambio del trabajo en el campo.

Tengo un amigo, Claudio, que al cumplir los cuarenta decidió empezar una nueva vida. La cantidad de trabajos que Claudio había sumado en los últimos diez años era paralelo al número de salmodias coránicas en época del Ramadán. Cambiaba de curro cada tres meses (cuando se encontraba particularmente a gusto). Era tan incapaz de mantener una ocupación fija, como fenómeno en hacerse contratar. Hasta tenía un nombre de batalla: Entrevista man. No había seleccionador de personal que pudiera resistirse a su encanto. Siempre acababa consiguiendo el trabajo y siempre, al cabo de unos días, lo dejaba. Se aburría. Tenía asumido que trabajar sirve únicamente para comer y permitir cultivar tus pasiones, incluso si tu pasión es la de no hacer nada todo el rato. De modo que un día se cansó de ese juego, vendió sus pocas pertenencias y se fue a una granja wwoof de Olaho, en el sur de Portugal.

Desgraciadamente, al cabo de dos meses viviendo en una caravana en medio de los cultivos, huésped del titular holandés de la granja y de su mujer portuguesa, el aburrimiento empezó a asomarse otra vez. Así que cuando para alojar un cable de corriente le encargaron la construcción de un foso mucho más largo de lo necesario ya que, según su anfitriona, la lechuga habría podido sufrir de malas influencias electromagnéticas (los naturistas pueden ser muy singulares), decidió que ya era tiempo de marcharse. Y se fue, a otra granja más al norte en el Algarve, donde, de momento, aguanta. Siempre con la frágil esperanza de no tener que dar la razón a Sócrates, cuando explicaba que no hay que sorprenderse si al viajar acabas aburriéndote de ti mismo, al estar viajando exactamente con la persona de la que querías escapar.

Ello sería un fallo importante, aunque inferior al de terminar un artículo que habla de fuga citando a Sócrates, que, en cambio, no escapó y se tragó la cicuta (biológica, por supuesto).

lunes, 26 de abril de 2010

De los vivos y los muertos














Mala tempora currunt para la Santísima Romana Iglesia. Al acercarse las profecías milenaristas que, por un lado (los Mayas), nos indican el 2012 como fecha para el fin del mundo, y, por el otro (Nostradamus), Joseph Ratzinger como penúltimo papa de la historia, pues hay que quitarse de encima la altivez típica de nosotros intelectuales ateos iluminados y tomar banda en el agón esotérico-espiritual de nuestra época.
Dentro de las infinitas opciones del concurso 'A que vamos a creer hoy', estuve examinando en particular la posibilidad de hacerme fiel al culto del famoso volcán islandés Kekomodemonjiozsellama, pero, finalmente, me he enterado que no me representa más que un romance de verano, igual de lo que me pasó con la Gripe A. De modo que he decidido apostar para organizaciones más estructuradas, principalmente porqué me gusta que mi equipo tenga alguna posibilidad de ganar el partido. Eso de que lo importante es participar, nunca me ha convencido. Así que he eliminado a los católicos, no tanto por el tema de los curas que, entre un Actus Contritionis y un Pateravegloria, de paso meten mano a los niños que andan por ahí, o por eso del Papa que bendice a los lefebvrianos, a pesar de que estos no se acuerden del pequeño detalle del holocausto. Tampoco me incomoda su batalla en contra del uso del preservativo en África. Total, de algo se tiene que morir para acceder al paraíso, que luego pase por sida o por hambre poco importa. Digamos que más bien me he dejado llevar por la actractiva propuesta de los ortodoxos. De hecho, me ha parecido genial esto de que para ellos no exista el purgatorio. O blanco o negro. También no consideran la figura del Papa. Cosa que no está nada mal, sobre todo pensando en los sombreros más raros que le gusta ponerse al actual pontífice alemán. Pero, sobre todo, tengo que reconozer que en mi decisión a favor del 'Cisma de Oriente' ha pesado mi pasión para el queso griego y una incontenible fascinación hacía todo lo que viene de las grandes estepas rusas.
Así que, como para mis nuevos compañeros ortodoxos no existe distinción entre los vivos y los muertos (los muertos simplemente son vivos que viven en paraíso o en el infierno), en el día de nacimiento de un nuevo diario digital como el Europeo, hablaré de un periódico en papel que está demostrando como la prensa escrita no haya (no del todo, aún no) muerto.
Se trata de Il Fatto Quotidiano, un diario italiano nacido hace menos que un año como libre asociación de periodistas, sin editores o dueños, que ha renunciado a las ayudas públicas al sector editorial, para poder representar una voz única de independencia en el oligárquico panorama transalpino. Il Fatto ya vende casi 130.000 copias (efectivas, no de las que se regalan en los aviones...) por día. En un país donde el periódico de más éxito (y 150 años de vida) llega a vender poco más que 500.000. Además algunas de sus firmas se han convertido en ídolos populares dignos de los Beatles.
En una nación donde la fragmentación y la tutela de los intereses particulares a expensas del útil común, son la regla del día a día en todos los campos, il Fatto se propone representar una larga parte de la población que vive en un estado de exiliados en sus propia patria. Personas decepcionadas, resignadas o enfadadas y con una necesidad vital de verdad o, por lo menos, de credibilidad. Gente que, curiosamente, ha formado e va formando su propia conciencia civil en internet, percibido como el único lugar de libertad en la información italiana. Pues, este ejercito de bloggers e internautas ha atacado a los quioscos para comprar un periódico en papel, demostrando como aún siga intacto el valor representativo y de identidad del medio físico.
Hace unas semanas, a la espera de las maletas en el aeropuerto del Prat, tope con un chico que había cogido mi mismo vuelo. Debía tener unos cuarenta años, levaba un rebuscado look post-atómico, típico de Milán. Se me acercó y empezó a hablarme con una complicidad y unas ganas de socializar que no es muy típica de esos perfiles (y menos de mi...). Me comentó vida, muerte e milagros de su entorno, hasta me habló de los problemas de su madre con el administrador de la finca. Y finalmente se me reveló: "Perdona que te de el coñazo, pero he visto que lees Il Fatto, así que sé que eres uno de los nuestros". Efectivamente desde el bolsillo de mi abrigo se asomaba la primera copia del Fatto que hubiese comprado en mi vida, pero ya era uno de los suyos.
Puesto que pantalones de látex y crestas de pelo púrpura milanés no me convienen, quiero desear al Europo que logre crear ese sentido de comunidad que aún (y cada vez menos) el diario de papel es capaz de construir.
Al margen, promito que para el futuro, trataré de no hablar (exclusivamente) de mi desgraciado país. Digamos que nos hemos presentado.