
El Estado de Bungawalia no será conocido por muchos, pero bien sabemos que fronteras y toponimia en el continente africano varían con la velocidad de una corriente oceánica. Bungawalia es en muchos sentidos la cuña de la civilización africana y mundial; un Estado bendecido por los dioses y destruido por los hombres. Durante décadas ha sido una nación relevante en la política internacional, pero en los últimos treinta años ha sufrido una degeneración implacable que lo ha llevado al borde de la autodestrucción. En realidad, hacia los bungawalianos siempre ha existido un prejuicio que los pintaba como un pueblo ruidoso y liante, sin credibilidad. De alguna manera es como si esa gente se hubiese cansado de la mediocridad y hubiese decidido volverse definitivamente y orgullosamente lo que al fondo todo el mundo pensaba que fueran: unos payasos. Curiosamente, esta decadencia no se produjo como consecuencia de una de las numerosas guerras civiles que ensangrientan el continente, sino más bien como resultado, solo en parte inconsciente, de una parálisis lenta y constante de todos los órganos vitales del país. Un estado de coma progresivo que condujo a la farsa y la opereta (cánones musicales típicos de la zona), más que a la tragedia. Hechos sobre los que si no hubiesen pasado en Africa, no podríamos creer.
La clase dirigente ha cultivado a la población en la ignorancia, proporcionando un adoctrinamiento diario, durante treinta años. Desde la televisión (esencialmente el único medio de información y formación de valores sociales y de identidad frecuentado por los bungawalianos) se ha desarrollado una campaña intensa para incentivar el culto de muslos y tetas, de los atajos hacia un triunfo sin talento. Instintos tribales que han cosquillado una predisposición natural. Además de esta “revolución cultural”, hay que añadir la interferencia de la religión local, poderosa y despiadada, siempre dispuesta a apoyar a cualquiera con tal de mantener al pueblo en el conformismo y en la ignorancia, hasta hacer de Bungawalia el país más ‘talibán’ del continente.
También ha sido esencial la predisposición natural de la población a ser comandada. De hecho, es sintomático que Bungawalia sea uno de los pocos Estados africanos donde nunca hubo una revolución en milenios de historia. Siempre ha cambiado todo, para que no cambiara nada, como dijo un escritor local en un famoso libro. Un pueblo anciano y asustado. Gente acostumbrada a tener dueño, pero al mismo tiempo, individualista y anárquica, extraordinaria en las profesiones serviles (desde Bungawalia provienen muchos de los mejores sastres y cocineros), o autoreferenciales y sin reglas, como son todas las profesiones de arte, materia sobre la que, paradójicamente, desde esta tierra ignorante llegaron innumerables inspiraciones.
Durante los últimos dieciséis años, el país de alguna manera ha sublimado su naturaleza real, que ha llegado a su esencia, gracias a un hombre que ha encarnado (después de haber plasmado el modelo a través de las televisiones de su propiedad) su espíritu. Su nombre ya es legendario: Silvan Banana. Su acción ha estado a la altura de los dictadores más excéntricos de África, como Bokassa, desde el cual sólo le separa el canibalismo, por ahora. Por lo demás Banana lo ha hecho todo. Construyó un imperio económico y mediático gracias al reciclaje del dinero de la mafia local, sobornó jueces y testigos para comprar sentencias en los juicios en los cuales estuvo acusado, compró políticos para recibir protección para sus empresas, y cuando el sistema de poderes que le apoyaba se derrumbó, para evitar la cárcel decidió trabajar por su cuenta. Se aprovechó de las organizaciones criminales que controlan parte del país para crear (a través de bombas y atentados) las condiciones de tensión y miedo necesarias para propiciar su llegada al poder.
Desde entonces ha habido un crecimiento extraordinario de increíbles comportamientos públicos y privados, que hacen sonreír a nosotros desencantados europeos, pero que también ilustran el abismo a donde va cayendo el continente africano. Banana ha conseguido el monopolio del sistema televisivo. Ha hecho que se promulgasen leyes ad personam (su persona) para protegerse de los procesos (entre otras cosas, despenalizó la contabilidad falsa y realizó varios escudos para garantizar su inmunidad) y alentar a sus empresas dañando la competencia. Ha utilizado los servicios de inteligencia para crear falsos expedientes que deslegitiman a sus opositores políticos, se ha aprovechado de su imperio mediático para ocultar la realidad a los votantes, ha abierto los pasillos del poder a ex-strippers, ignorantes, xenófobos y mafiosos (en el sentido concreto de personas condenadas por graves delitos de mafia y no ‘mafiosos’ en el sentido de folclórico y genérico insulto, como a menudo se malinterpreta fuera de Bungawalia). Lo mismo que si en España hicieran ministro a un terrorista de ETA y una chica Interviú.
Silvan Banana, en una de sus muchas residencias principescas, posee un mausoleo personal, donde, se cuenta, ha instalado un sistema de hibernación. No es ningún secreto que B. confíe en llegar hasta los 120 años (ahora tiene 74). En estas casas organiza fiestas dionisíacas con chicas menores de edad, prostitutas, hermosas ministras y estrellas de la televisión. En uno de sus salones hizo instalar un trono de oro, rodeado de palos para la lap-dance. Aquí las chicas actúan para el sultán, que elige cuál de ellas pasará la noche con él en la cama que le regaló uno de los pocos aliados internacionales que ha mantenido: Vladímir Putin. El otro “amigo” que le queda es otro ejemplo de feroz dictadura folclórica africana: el coronel Gaddafi. Todos los líderes democráticos del mundo, de hecho, ya le evitan como a la peste.
Como en Rebelión en la granja de George Orwell, Banana ha sido capaz de crear enemigos imaginarios y variables sobre los cuales ha podido descargar toda la responsablidad por los problemas crónicos del país que nunca tuvo la intención de resolver. De modo que a veces la culpa era de los jueces (“enfermos mentales”), a veces de la anémica y en parte cómplice oposición (“portadores de hambre, carestía y muerte”) y de su electorado (“gillipollas”), o de los pocos periodistas independientes (“delincuentes”). Aún así, o, más bien, precisamente por esto, la gente, hipnotizada, siempre ha seguido creyéndole. El propio Goebbels, por otra parte, en la mucho más civilizada y desarrollada Alemania, dijo que repitiendo sin cesar una mentira, esta acabará convertiendose en realidad.
Ahora parece que el sol se hunda en el imperio de Banana. Los años que pasan inexorablemente, algunas mentiras que devuelven factura y unos amigos fieles que le abandonan. Sin embargo, no hay que confiar demasiado. Como todos los déspotas, el Caimán (así también le llaman) ha sido capaz de encarnar las categorías del amor y del odio. Muchas madres le quieren como a un hijo y varias hijas lo adoran como a un marido. Muchos hombres, por último, le envidian y le estiman por cómo ha sabido triunfar. Todos los bungawalianos de alguna forma son un producto del ‘bananismo’. Para Silvan Banana el país de Bungawalia es una de sus propriedades, que entiende ceder como herencia a su hija: la creación de la dinastía de régimen.
Todo esto sería impensable en las modernas democracias occidentales, y probablemente en la Europa civilizada nos sentimos seguros. El problema es que muchas veces, a lo largo de la historia, este pequeño país africano ha constituido un ejemplo convincente para muchos otros que se creían inmunes frente a semejantes locuras.
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