martes, 6 de julio de 2010

La Muerte













Será el calor, será el Mundial que no procede (para mi...) precisamente como me esperaba, será la subida del Iva, serán todas estas cosas, pero hay días en que uno piensa incluso en la muerte.
Nada grave, no os preocupéis. No me refiero ni al suicidio, ni al asesinato en serie. Tampoco es necesaria una tristeza de ánimo especial. Se puede acabar pensando en la muerte sin más. Tratando de definir un concepto propio, casi como un desafío intelectual.

Me interesan las diferentes reacciones de los sobrevivientes de cara a la pérdida. Hay muchas. Yo, en general, según la poca experiencia que tengo de este asunto, creo de ser uno de los que se preparan con antelación. De los que se acostumbran a la idea de que en cualquier momento pueda pasar lo inevitable, de manera que el trabajo de aceptación del luto se vaya diluyendo en pequeñas dosis diarias, antes de que esto ocurra realmente. Cuándo voy conociendo a una persona, comienzo también un camino paralelo de racionalización del hecho de que, posiblemente, antes o después deba desaparecer de mi vida. Me preparo a lo peor. Presupuesto la pérdida antes de sufrirla para mantener siempre intacta una reserva de capital emocional, que luego me permita no perder totalmente el control. Es una forma contable, bastante rancia, de autodefensa, pero también es muy efectiva. Sin embargo, obviamente, también es un grave impedimento a la hora de comprometerse emocionalmente con las personas, o de disfrutar a fondo de las relaciones. Sobre todo, es una actitud que, inevitablemente, genera remordimientos. Factor que, junto al dolor físico y a la pérdida de la autosuficiencia, representa mi principal inspiración para concretar un concepto abstracto como el de la muerte. En efecto, no consigo temer el fin de todo, como hecho en si. Al no ser religioso y no creyendo en otras vidas más allá de la muerte de la carne, me parece ilógico temer la nada. En cambio, me da miedo la idea de darme cuenta de la llegada del final, por vejez o por enfermedad, y encontrarme revisando una cadena de oportunidades perdidas, malas decisiones o, mucho peor, decisiones no tomadas.

El otro día leí una entrevista en el Times (mentira, la leí traducida en un blog, además ahora muchos de los contenidos de la web del Times se pagan...) en la que el director estadounidense Woody Allen se autodeclaraba, profesionalmente, un fracasado: "He despreciado una oportunidad para que la gente mataría. Tuve libertad artística total. Otros directores no la tienen durante toda su vida. Y yo, con la oportunidad que tuve, he conseguido hacer muy poco. De las cuarenta películas que he hecho, treinta habrían tenido que ser obras maestras, ocho películas muy buenas y dos cosas embarazosas, pero no fue así. Muchas de mis películas son agradables para el nivel general que hay, pero mira a los que lograron hacer cosas maravillosas - Kurosawa, Bergman, Fellini, Buñuel, Truffaut - y luego mira a mis películas. He malgastado una oportunidad y solo puedo culparme a mi mismo".
Es evidente que muchos no opinarían lo mismo que él, pero Allen aprueba sólo seis de sus trabajos y el juicio general sobre su carrera es lapidario: "Llegas a una cierta edad y te das cuenta de que no eres un grande. Cuando eres joven aspiras a serlo, pero, por una razón u otra - la falta de compromiso, de disciplina o simplemente de genio - no puedes conseguirlo. Los años pasan y entonces te das cuenta: soy un mediocre. Hice lo mejor que pude". También es cierto que entre las seis películas salvadas por el director de Manhattan, aparece Vicky Cristina Barcelona (tal vez uno de los mayores desperdicios de celuloide del siglo) y por lo tanto su opinión no parece del todo lúcida. Aún así, entiendo y comparto la frustración que puede resultar de un balance de vida no satisfactorio.

El pésame para lo que no se hizo y los remordimientos para lo que si se hizo, así como las razones para las que vale la pena vivir, son categorías relacionadas con la edad en la que se elaboran. Yo, por ejemplo, con treinta años, aún no he vivido tanto como para haber cometido errores mortales, de modo que, por ejemplo, sigo sufriendo terriblemente para no haber aprendido nunca a tocar (bien) un instrumento musical. Con sesenta años, posiblemente, me parecerá una tontería y tal vez me arrepentiré de no haber tenido hijos o de haberlos tenido... Pero sé, que si muriera mañana, no haber conseguido tocar el órgano como Jimmy Smith me haría sufrir.
La otra noche estuve en un concierto. Excelente música gratuita al aire libre. Había bastante gente, pero no demasiado, lo suficiente para sentirse exclusivos, pero no sectarios. Vestuario cómodo. Algo de viento. Cerveza disponible sin excesiva cola. Posibilidad de sentarse en el césped. Todo muy sencillo. Para mí, ahora, en esta época de mi vida, todavía es una de las cosas para que me parece que valga la pena vivir. Sin embargo, confieso que aún me sorprendo cultivando la insana idea de realizar algo memorable en la vida. Y eso es malo, porque aumenta las expectativas y, en consecuencia, las decepciones en caso de fracaso. De modo que creo que acabaré dando la razón al viejo Woody cuando confiesa: "No quiero alcanzar la inmortalidad a través de mis obras, quiero alcanzarla viviendo para siempre. No me interesa vivir en el corazón de los americanos, prefiero vivir en mi apartamiento".

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