
Finalmente aquellos egoístas que son los alemanes se han convencido a salvar la pobre Grecia, armando un enorme escudo de miles y miles de millones de fantaeuros, ya sea porque no se entiende muy bien de donde sale este dineral. Tiene pinta de ser un poco como con los carteles que advierten de la presencia de un sistema de cámaras de seguridad para asustar a los ladrones, cuando, en realidad, como mucho dentro podrás atropezar en unas trampas para ratones. A parte, esto de solucionar las deudas endeudándose mucho más, todavía es un mecanismo que me resulta un poco hostil… Que, si no fuera para la piel del Marco… perdón del Euro, mística entidad a la cual, como es notorio, estamos todos muy aficionados, a los amigos del sirtaki posiblemente ya les habríamos dejado navegar a la deriva, hacia una más natural colocación medioriental. Total, la historia nos enseña que es mejor no confiar en los griegos y en sus promisas de rectitud, que todavía en Troya no pueden ver a un caballo.
De todas formas, la desconfianza hacia Grecia es más bien la desconfianza hacia todos los países del Mediterráneo, los así dichos países del Club Med. Sin duda, una denominación más respetuosas que la otra de PIGS, acrónimo, muy eficaz desde el punto de vista semántico, de Portugal, Irlanda, Grecia y España, con el cual los economistas individúan los eslabones débiles de la cadena europea. Evidentemente muchos objetan la falta de una I, la de Italia, como pleno miembro del club de los pícaros cerditos de Eurolandia.
De hecho, es curioso como entre Italia y España, desde hace años, se ha instaurado un singular síndrome del espejo. Si uno goza, el otro llora y viceversa. Mi condición de emigrante (de Italia) e inmigrante (a España), me vuelve testigo privilegiado de este fenómeno. Hace un par de años (en el 2 a.C., o sea, ante Crisis) cuando volvía a Italia, todo el mundo me miraba como, posiblemente, le miraban a Colón cuando volvió de las Américas. Era todo un: “Que suerte que tienes, allí en España si que saben como hacer las cosas, a nosotros ya nos han dejado muy atrás”. Y más: “Qué bien ese Zapatero, allí si que se respetan los derechos humanos, los homosexuales se pueden casar y hasta los monos se tratan con respecto…”. Luego, en tierra ibéricas se me acercaban con el orgullo de quien lleva años esperando que llegue su momento para sacarse las satisfacciones: “Oye, he leído que España ha adelantado a Italia en la clasificación del PIB. ¡Seguro que debe joderte muchísimo!”.
Últimamente, en cambio, vuelvo a Italia y todo el mundo me busca (como si fuera el embajador del Gobierno de Madrid) para soltarme con una sonrisita en la cara: “Aquí la crisis es brutal, pero allí en España lo están pasando peor. Ya no nos dan clases, ¿verdad?”. O también, los más informados: “He leído que en España el paro ha llegado al 20%. Jolín, aquí sólo tenemos el 15”. Es cierto que los dos países lucen virtudes comparables. Por ejemplo, en Italia tenemos las mafias, en España ETA; en Italia inventamos el fascismo, pero en España es donde más duró; en Italia domina la corrupción, en España el PP valenciano; en Italia Berlusconi, en España… pues no, aquí ganamos nosotros, por mucho que Zapatero se empeñe. Y así, como si siguiéramos una guerra entre pobres.
Tal ve habría que dejar las escaramuzas entre vecinos y mirar un poco más allá, hacia problemas y soluciones de tipo cultural, antes que numérico. La impresión es que nos estemos meciendo dentro de un complejo de inferioridad que se retroalimenta de manera recíproca.
Agencias de calificación privadas, como Moody’s o Standards & Poor’s, nos han explicado, hace unos días, que los bonos de estado griegos ya no son más que basura, y que los portugueses, bueno, digamos que están en fase de putrefacción. También han rebajado la nota de solvencia española (pues sí, la misma España del milagro económico, portada de las revistas de economía de los últimos diez años), con consiguiente pánico español y alegría italiana.
Ahora bien, seguir entregando el propio destino y dinero (a menudo la misma cosa) a las profecías disparadas urbi et orbi de las agencias de calificación es, más o menos, como pedir a Freddy Kruger que nos lea un cuento de hadas para dormir. Esos oráculos de Delfos (para seguir con la partitura griega) de la macroeconomía han fallado descaradamente y de manera sistemática todas las previsiones a que se han aventurado en los últimos cinco años (si hubiesen acertado no estaríamos en crisis, me imagino…). Es cierto que los analistas se basan, para juzgar los balances, en datos proporcionados por los estados y las empresas, así que si estos les venden caspa por azúcar, no podrán certificar otra cosa que su dulzura. Sin embargo, se espera que los profesionales posean alguna herramienta más que nosotros para desenmascarar las mentiras de contabilidad de directivos y burócratas. Confiar en ellos puede que satisfaga la necesidad muy humana de encontrar respuestas y culpables. Así, por otra parte, también se explica el éxito global de otras dicotomias imaginativas como las de Dios y Satanás, o del Reich milenario y del complot internacional demoplutocráta, judío y masón.
Para mí, las capacidades creativas de estos camellos de verdades no son inferiores a las de J.R. Tolkien. Lo digo con sincera admiración.
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