domingo, 20 de febrero de 2011

Como conejos












En Italia, es sabido, somos gente extravagante. Pese a la inmovilidad más absoluta, no descartamos la posibilidad de adhesión a ninguna causa, especialmente las más absurdas. Hace algún tiempo, por ejemplo, estaba leyendo el estatuto de la asociación Regreso Dulce, que se propone reducir la población mundial a dos mil millones de personas.

La pasada semana la ONU ha dado una alarma: en 2070 seremos 9.400 millones de seres humanos. Demasiados. Siete mil millones, en cambio, es el número de habitantes que nuestro planeta alcanzará a finales de este año. Sólo en Europa desde principios de 2011 nacieron cerca de 800 mil niños: 2,5 por segundo. Y luego dicen que los jóvenes son unos vagos. Aunque la tasa de fecundidad haya venido disminuyendo desde hace medio siglo (pasó de 4,9 en 1950, a 2,6 en 2010), en términos absolutos nos estamos acercando a cifras insostenibles. Desde 1995, cada año en la Tierra se han añadido un promedio de 79 millones de habitantes. Esto se debe, sobre todo, a una mejora de las condiciones de salud y a la reducción de la mortalidad. Baste decir que en los países en desarrollo la esperanza de vida ha aumentado desde 42 a 68 años, sólo en el último cuarto de siglo. A partir de 2070, de acuerdo con las hipótesis más realistas, y si no nos habremos cargado antes el planeta, empezará un lento y dificultoso decrecimiento. La fertilidad tenderá a disminuir en la mayoría de los países, debido a una mayor educación y a estilos de vida que se irán occidentalizando.

En resumen: cuanto más culto eres, menos niños haces. Ahora, yo siempre he presumido de una cierta cultura. Nada especial, por supuesto. Algunos libros leídos, algunas películas vistas, muchas citas superficiales listas para el uso y, sobre todo, un aire pedante bien estudiado. ¿Tendré entonces que sacar las consecuencias de mi naturaleza incluso respecto a la remota hipótesis de poderme, algún día, reproducir? Creo que sí.

A nivel global queda bastante claro que las nuevas generaciones tendrán que luchar por los escasos recursos que les dejaremos. Nuestros hijos nos verán como gordos y viejos ávidos que les irán robando el pan de los dientes. Tampoco estarán del todo equivocados y existe la concreta posibilidad de acabar como Crono. No soy tan valiente, de modo que evitaría ese riesgo. Tal vez una buena guerra, como las de antes, refrescaría el ambiente. Eliminaría especialmente a los jóvenes, pobres y hambrientos. Pero tampoco es tan seguro que nos dejaría fuera de la hecatombe. Demasiado peligroso.

A nivel personal las dudas aún son mayores. Convivir con un bebé es como meter en casa un camión. Ambos generan mucho ruido, olores desagradables y no escuchan cuando les hablas. Pero, por lo menos, para el camión uno puede sacarse un carnet y saber cómo pilotarlo. Un hijo, en cambio, es un salto al vacío sin manual de instrucciones. ¿Y si luego te sale, yo que sé, pepero, o, peor, abogado? No lo soportaría. Además, soy demasiado egocéntrico, terminaría obligándole a seguir todas mis pasiones, querría plasmar mi clon personal sin posibilidad de rebelión. Y, en caso de que se opusiera, no le regañaría (no soy creíble cuando estoy enojado), si no que le pondría morros. Sí, porque, entre otras cosas, también soy monstruosamente inmaduro y no acepto competencia interna bajo este aspecto. El niño mimado soy y seguiría siendo yo. Chato, no hay sitio para los dos en este apartamento. En el que, dicho sea de paso, vives sin pagar el alquiler.

Aún así, reconozco que jugar con las maravillas de la ingeniería genética y la posibilidad de crear una pequeña criatura hecha a mi imagen me fascina. Sería un poco como tener un Mini-Yo, pero menos inquietante. Podría enseñarle las nociones básicas de la existencia, como, por ejemplo, el hecho de que matricularse en un máster es completamente inútil, o que para conseguir un buen mojito, hay que picar el hielo muy finito. Pero ni siquiera así estoy seguro de que valdría la pena. Es que realmente se debería amar mucho a la humanidad para querer asistir a su proliferación incontrolada y, desde luego, no es mi caso. Es cierto que una vez que nos hagamos mayores, mejor sería poder aprovechar del soporte familiar para derrotar a la melancolía, pero yo soy italiano y últimamente me he enterado de que incluso en la vejez todavía se puede pasar genial

Supongo que el varicocele latente que llevo cultivando con amor desde hace unos años y la insistencia inconsciente con la que dejo que las radiaciones de mi móvil se propaguen desde los bolsillos de mis pantalones hacia mis partes íntimas, pues, delata la falta actual de cualquier instinto paternal.

Sin embargo, no se puede tomar una decisión definitiva. Tampoco es necesario, la verdad. Aunque el curso natural de la biología plantee límites claros. Quizás en el futuro podría optar por la adopción. Sin agobiar el planeta con la multiplicación de mis genes. Adoptaría a un joven de unos treinta años, con una buena posición en el mercado laboral. Un braguetazo de adopción. Pero, pensándolo mejor, también la de adoptar es una opción un poco radical. Mucho compromiso. En fin, tal vez la solución perfecta para mí podría ser el alquiler. De hecho, creo que empezaré a buscar alguna buena oportunidad en el Loquo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario