
No puedo soportar el ruido. De verdad, soy como un enorme diapasón recubierto de carne, que sufre una tremenda angustia física y psicológica cuando se encuentra sometido a fuertes vibraciones sonoras. Creo que mis graves lagunas visuales han aumentado mi percepción del sonido y ahora vago por la vida con la ansiedad sonora de un gato. A diferencia del felino, sin embargo, no es el volumen en sentido general lo que me produce pánico y rechazo. En los conciertos, por ejemplo, si la propuesta musical encuentra mi gusto, me encanta sentir el bombo reverberando dentro del tórax. Pero se trata de una sensación ordenada y casi táctil. No comunica un mensaje, si no una emoción. En cambio, lo que me entra por los oídos para descansar directamente sobre el cerebro con la pretensión de comunicar debe tener un significado. De hecho, el cerebro es la casa de la lógica y del orden, mientras que el tórax es la funda de la emoción. Así que lo que realmente no aguanto es la desorganización del sonido. El ruido no controlado, el caos, las bocinas, los gritos. Un tono de voz demasiado fuerte es algo que me paraliza, que me impide pensar y reaccionar, y, por supuesto, escuchar. De hecho, si hay una cosa en la que el ser humano ha aplastado a todos los demás animales, es su extraordinario talento para la producción de ruidos. Desde el nacimiento hasta la muerte, el hombre no es más que una prodigiosa máquina para la producción de ruidos ensordecedores y molestos. Las personas parecen entusiasmadas con la oportunidad de infligir su ruido a los demás. El concepto es: “Los sonidos que produzco son una expresión de mi extraordinario ser, imponértelos significa compartir contigo mi extraordinaria vida”. “Gracias, no hacía falta”.
A pesar de esta idiosincrasia, soy italiano. Profundamente y dramáticamente italiano. La imaginación colectiva desarrollada durante décadas gracias, sobre todo, a la cinematografía, pero también a los ejércitos en carne, huesos y chancletas floreadas de turistas italianos gritones, nos describe como personas ruidosas, obsesionadas con las mujeres y la comida, así como vagamente pícaros. Ahora, por mi parte confieso que me encanta la pasta, que en el fútbol antepongo el resultado al espectáculo y que me reconozco una cierta facilidad en la combinación de los colores, pero NO grito, respeto la ley (en la medida de lo posible…) y os aseguro que puedo aguantar hasta tres minutos sin empezar a aullar al paso de una joven hermosa.
El estereotipo sigue vivo, como demuestra el éxito de los “mapas de Europa según los estereotipos”, obra del artista búlgaro Yanko Tsvetkov, creada con la intención de reflejar la opinión que algunos pueblos europeos tienen cerca de sus vecinos.
Con estas cartas descubrimos que los italianos según los franceses son precisamente los vecinos simpáticos y ruidosos (también los griegos son ruidosos, pero no tan simpáticos y mucho más peludos…) mientras que los españoles son flamenquistas, los británicos asesinos de vírgenes y los polacos todos fontaneros. Desde el punto de vista alemán la península ibérica no es más que una extensión de hoteles y restaurantes baratos. Si, en cambio, la perspectiva es la de mis compatriotas, notamos como al este de la frontera se encuentran únicamente legiones de niñeras, ladrones y estrellas de cine porno.
Si, en fin, son los americanos los que observan Europa desde fuera, España y Portugal se reducen a departamentos de ultramar de México y Brasil (y dando un paseo entre los turistas que lucen orgullosamente su sombrero mexicano en las Ramblas de Barcelona se entiende fácilmente el malentendido generalizado), mientras que los franceses son gente apestosa y los italianos, como no, todos mafiosos…
El estereotipo es un pensamiento organizado, un esquema, una porción de sabiduría que utilizamos para entender la realidad de un grupo social. Un conocimiento que el individuo imagina poseer por defecto, sin la necesidad de nuevas investigaciones. Se identifica un objetivo, en torno al cual se organiza un conjunto de características ordenadas de forma jerárquica, para cristalizar una realidad muy variada y en movimiento, evitando de esta manera el esfuerzo necesario en captar los cambios y los matices. El estereotipo permite apropiarse de una imagen simple y proporciona la sensación tranquilizadora de una idea compartida, de pertenecer a un “nosotros”.
Es un fenómeno típico de la conservación. Sin duda surge de la pereza y de la ignorancia, pero es también una forma necesaria de organización del pensamiento. Nunca podremos llegar a conocer a todos los españoles o a todos los italianos del planeta, y las categorías generales, desde Aristóteles en adelante, son preliminares a cualquier razonamiento. El desafío consiste en evitar que los estereotipos/categorías se vuelvan los únicos recursos en que basar nuestros juicios, que tienen que depender, más bien, de la práctica y del estudio del particular. De lo contrario, nos encontraremos con el prejuicio, que por su naturaleza, es un fenómeno irracional, y, como tal, impermeable a cualquier crítica, a cualquier confrontación con la realidad. La religión, por ejemplo, es el terreno más propicio para el cultivo de los prejuicios, ya que se basa en la creencia irracional, en el concepto de comunidad exclusiva (los ‘elegidos’ y los mistificadores, ‘los otros’), y en la hostilidad a la libre difusión del conocimiento.
De modo que ya os podéis imaginar lo que hará este italiano expatriado, con la mente librada de los prejuicios, cuando dentro de poco recibirá la visita de un querido viejo amigo procediente de su tierra…
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