El virus del fanatismo no ha nacido en la Zona Zero, ni en Auschwitz o en los gulags siberianos. Tiene orígenes antiguas y una constitución robusta. Hasta el iluminismo culminó en el jacobinismo, que fue una religión política con todos los rasgos del fondamentalismo. “La marcha de la razón en la historia es muy lenta”, anotaba el historiador Piero Melograni.
La esencia del fanatismo está en el deseo de forzar a los demás para que cambien, siendo el fanático siempre el otro. Así que los opuestos tipos de fanatismos se nutran y fortalezcan recíprocamente.
Las grandes construcciones ideológicas del siglo pasado pusieron en marcha la psicología de las masas. Allí encontró lugar la intolerancia hacia el distinto, que, en diversos grados, anima y convive con el fanatismo. El fanático, casi siempre, sufre de una baja autoestima y, por lo tanto, tiene la convicción de que cualquier opinión distinta de la suya sea una declaración de desconfianza hacia él. El psicoanalista Mario Trevi precisa: ”El concepto de tolerancia tiene un límite de necesidad. El que quiere ser tolerante puede serlo con todos, con excepción de los que niegan la tolerancia misma. La irracionalidad no es lo mismo que el fanatismo, que no es lo mismo que la intolerancia. En el pasado las ideologías han embridado las masas, dejando libre su fanatismo, que, en cambio, han alimentado y utilizado. Las ideologías fueron un elemento de incentivación fanática.”
Italia fue la cuña del fascismo. La ideología de masa que dominó la Europa occidental durante la prima midad del novecento. Allí fue teorizado como doctrina política y social y luego, desde 1922, aplicado al gobierno de la nación por Benito Mussolini, durante el ‘Ventennio’ fascista. Casi noventa años después, en el mismo país, fenómenos sociales y políticos dejan vislumbrar tensiones nostálgicas. Dos ministros de la República han equiparado el valor de los fallecidos partigianos de la resistencia antinazi, a los que encontraron la muerte en las filas del ejército fascista, durante la que fue una guerra civil. Jóvenes neonazis han realizado incursiones en los estudios de la televisión nacional. Se respira un clima general de revisionismo.
Sin duda es un error tratar de juzgar el presente a través de categorías antiguas. Sin embargo, en la historia hay una continuidad que nos ayuda a comprender nuestra época.
Piero Gobetti fue un periodista e intelectual antifascista, asesinado por el régimen de Mussolini. En su ópera más militante “La revolución liberal. Ensayo sobre la lucha política en Italia” (1924) escribe: “Sin conservadores y revolucionarios, Italia se ha convertido en la tierra nativa natural de la costumbre demagógica. [...] Luchamos contra Mussolini como corruptor, antes de que como tirano; contra el fascismo como tutela paternal, antes que como dictadura. [...] El mussolinismo es [...] un resultado mucho más grave del mismo fascismo, porque ha confirmado en la gente el hábito del cortesano, el escaso sentido de la propia responsabilidad, el gusto de esperar del Duce, del domador, del deus ex machina, la propia salvación”.
Gobetti considera el fascismo una “autobiografía de la nación” y las palabras del expresidente de la Republica italiana Carlo Azeglio Ciampi suenan como un capítulo más de esa historia: “Los italianos son presa de una extraña codicia de servidumbre. Cuanto más Berlusconi rasga el tejido institucional, más los italianos piden de ser siervos.”
Con todas las debidas distinciones, es evidente que lo que estamos viviendo, a partir de 1994, con un intervalo marginal, es el ‘Ventennio berlusconiano’. La continuidad histórica está certificada por las palabras del ministro y ideólogo del gobierno Giulio Tremonti: “Italia es un país básicamente de centro derecha. Hubo una mayoría de centro-derecha, la hay y la habrá. El problema es dar representación política a esta masa mayoritaria de votos”.
Dos son los fenómenos que generan este nuevo fanatismo berlusconiano. En primer lugar asistimos a una “defascistisación del fascismo”, al vaciamiento historiográfico de los carácteres totalitarios del régimen. Si la izquierda durante demasiado tiempo ha infravaluado el ‘Ventennio’, considerándolo como un paréntesis aislado y ‘casual’ de la historia patria, entre los heredederos políticos del Partido Fascista la prioridad ha sido siempre la de distinguir entre el fascismo bueno y su deriva mala, que empieza con la promulgación de las leyes raciales del 1938 y la alianza con la Alemania nazi de Hitler. Hechos que, en su opinión, envenenaron la sana planta fascista italiana. Nunca por la actual clase dirigente ha habido una clara condena del fascismo como régimen “antiliberal, antiparlamentario y antidemocrático”, como lo definió Mussolini mismo ya en el 1925.
Por otro lado es patente una incapacidad por parte del liderazgo berlusconiano de construir una verdadera cultura conservadora democrática y liberal, distinta o autónoma de los notálgicos del regime, de la jerarquía católica y de los particularismos regionales. Berlusconi es, casi antropológicamente, incapaz de mirar más allá de su proprio titanismo personal y ha alimentado una idea de democracia autócrata y demagógica, que no se ve obligada a respetar las praxis y las normas de la dialéctica democrática.
Es una estrategia política fundada sobre la rotura continua, que encuentra su consenso y abastecimiento en el plebiscito. En una situación de general antipatía hacia la política todo lo que se configura como antipolítico o como políticamente incorrecto encuentra el favor de la gente. Así que, si todo está permitido, no extraña que hasta los sectores de ultra derecha más marginados quieran ahora manifestarse y participar en la fiesta. Por contra, la izquierda está como paralizada enfrente de fenómenos que no acepta y no entiende, incapaz de desarrollar una cultura moderna y alternativa a la dominante. Se encuentra prisionera de un fanatismo en contra, el antiberlusconismo, que no le deja la libertad de construirse una identidad propia, que no exista solo en la negación del adversario. En cambio, la capacidad de ‘digestión’ de la sociedad se va ampliando cada día más. En Italia ya no existe una pública opinión, muy pocos se sorprenden, casi nadie se indigna. Más que una apología del fascismo se ha difundido una apatía y una insensibilidad hacia los problemas de la historia y de la sociedad. Lo cual hace todo posible y aceptable. La baja calidad de la democracia italiana ahora ya está considerada como un hecho marginal y normal. Esta, como afirmaba el director y activista político Nanni Moretti en una reciente entrevista, es la verdadera victoria de Silvio Berlusconi.
“El fanatismo es la asunción de una única regla suprema que impone el silencio al pensamiento que piensa y que ejercita la crítica y la conciencia moral”, escribía el filosofo Benedetto Croce, y el fanatismo del ‘Ventennio’ berlusconiano no es fascista, es más bien el fanatismo del egoísmo y del individualismo.
Los politólogos ya han empezado a estructurar la ‘anomalía berlusconiana’. El jefe del gobierno italiano está llevando a Italia hacia una 'post-democracia', según la fórmula acuñada por Colin Crouch. No se trata de una dictadura en el sentido clásico, pero sin duda de una democracia 'en su parábola descendiente’. El columnista indio Fareed Zakaria, teoriza la existencia de 'democracias sin libertad', en la cuales cohabitan elecciones y autoritarismo. El periodista italiano Massimo Giannini en un ensayo sobre la epopeya del Cavaliere sostiene que Italia está demasiado experimentada para entrar en un “régimen clásico”, en el cual se violen las libertades fundamentales, y que se trata de una nueva, sutil, pero peligrosa, forma de hegemonía política y cultural. Donde casi no hay poderes autónomos que equilibren el dominio del Ejecutivo. Donde la información está bajo el estrito control del Jefe y donde las instituciones y el establishment económico y financiero son reducidos a un papel de vasallaje, a través del mecanismo-chantaje de las concesiones públicas y del perverso circuito de la financiación bancaria.
Berlusconi, que antes solo tenía un público, ahora ya ha conseguido plasmar a un pueblo, que piensa como él y que quisiera ser como él. Encarna y exacerba un nuevo tipo de ideología. Un fanatismo personal que no vehicula, como occuría en pasado, alguna precisa doctrina política. Se trata de la busqueda iracional de un líder taumaturgo, que va mucho más allá de las Alpes. En distintas maneras y gradaciones Putin, Chavez, Sarkozy, hasta Obama hacen parte del mismo fenómeno. .
Ninguna sociedad, en ninguna época, puede decirse completamente inmune de los fanatismos, que sean antiguos o recien nacidos. Como demuestran los cada vez más frecuentes episodios de locura neo nazi en los Estados Unidos, las sugestiones nebulosas de un pasado histórico desconocido, la ignorancia y la inseguridad, social y personal, representan el terreno de cultivación del fanatismo, donde la conciencia crítica del individuo se anula y se disuelve en el miedo de la persona hacia las otras.
sábado, 4 de julio de 2009
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