Doña Italia era una anciana mujer. Su rostro estaba lleno de arrugas que escondían una antigua y perdida belleza. Los viejos trajes de alta sastrería que llevaba indicaban una persistente atención para la forma, residuo de una época lejana en que su nobleza y su linaje aristocrático le garantizaban la admiración de muchos pretendientes. Sin embargo, las telas estropeadas denunciaban su actual estado de pobreza. De la misma forma, su mirada nublada reflejaba el vacío de su interior. Italia ya se había cansado de vivir así. Sin dinero ni esperanza, ni siquiera con un cuerpo para ofrecerlo a algún rico extranjero, como solía hacer en su juventud para ganarse la vida.
Había elegido Roma como lugar donde dejarse morir. Aquellos eran los días de Navidad y la ciudad , come siempre, estaba frenética para los preparativos de la fiesta. El enorme árbol navideño de Placa San Pedro dominaba la capital del mundo católico, casi a declarar físicamente la potencia del Vaticano.
El mercadito de Navidad de Plaza Navona, como todos los años era un hormiguero de vendedores, ‘zampognari’ (gaiteros), turistas y ladrones, que aprovechaban la confusión para ‘aligerar’ a los más ingenuos.
Todo el mundo conocía Doña Italia y nadie ya se sorprendía cuando al felicitarla por la Navidad, ella les contestaba con toda su mala leche: “ ¡Dejadme en paz! La Navidad es una perdida de tiempo. Parecéis locos. Todos aquí dandos codazos para derrochar un dinero que ni tenéis. ¿Acaso no habéis oído de algo llamado Crisis? Pues os aconsejo guardar la cartera para algo más útil que esta tontería de la Navidad. ¡Id a vuestras casas.! Yo, por mi, quiero solo que todo esto se acabe cuanto antes!” El cinismo y la resignación de la mujer estaban muy conocidos y mucha gente acababa convenciéndose de lo que iba predicando. Así que numerosas familias ya habían decidido trascurrir las fiestas en la soledad, rezando al altar del poco dinero que les quedaba.
La tradición popular transmite que durante la noche buena ocurran prodigios y acontecimientos inexplicables. La lluvia llevaba días cayendo sobre Roma y el Tevere se había hinchado como nunca, amenazando sumergir con su agua negra toda la suciedad de la ciudad. En aquella misma noche, entre lampados y truenos, justo durante la tradicional Misa de Media noche, en la casa derribada de Doña Italia, apareció, entre una nube de humo gris de pipa, el espirito de Sandro Pertini. El partisano y expresidente de la Republica Italiana le explicó a la mujer, que ya le quedaba poco para vivir, así que habría tenido que decidir si morir en la soledad, difundiendo un mensaje de desesperación, o si, en cambio, quisiera recuperar un poco de su nobleza y antiguos valores. Antes de desaparecer, Pertini le anunció que durante la noche recibiría la visita de tres espíritus, representantes las Navidades pasadas, presentes y futuras.
Trastornada y incrédula por lo que acababa de ver y oír, Italia ni tuvo el tiempo de reaccionar, que encima de su vieja cama se manifestó un hombre con túnica blanca, gordo y con una barba larga y una corona de laurel en la cabeza. Era el espíritu de Cicerone, campeón de la antigua Republica Romana. Nada más coger la mano de Italia que los dos se vieron catapultados al tiempo del consulado. Hace más que dos mil años las fiestas navideñas ya existían, pero se llamaban ‘Saturnalia’, en honor al Dios Saturno. Iban desde el 17 hasta el 24 de diciembre y se dedicaban a la agricultura. Durante esos días el orden social mutaba, los pobres hacían de ricos, los eslavos los dueños y todo el mundo podía bromear la religión oficial. Italia miraba impresionada el orden y el respecto de la sociedad romana, cuña del derecho moderno, donde abogados y políticos como Cicerone defendían la salud de la democracia.
De repente, los dos se encontraron en Genova, en llena edad media, durante la ceremonia navideña del ‘confuoco’, donde el Dogo de la republica genovés ofrecía vino y peladillas al pueblo en fiesta. En Genova habían visto la luz los primeros bancos de la historia y Italia no podía que pensar en todo el dinero que había perdido por culpa de los malos herederos de aquella gloriosa tradición. Tras volar encima a la Florencia renacimental, donde reinaban el amor para la belleza, el arte, el armonía y el respeto por el paradisiaco paisaje natural, la anciana mujer y su guía acabaron en un pequeño y escondido henil en las montañas nevadas de los Apeninos.
Desde fuera se oían llegar ruidos de cañonazos. Dentro la luz de unas velas iluminaba algunas metralletas. Cuatro jóvenes sucios y delgados compartían una liebre y dos patatas. Hablaban en voz baja y imaginaban comer ‘tortellini’ y ‘zampone’, los platos navideños típicos de la zona. A pesar de la situación miserable, parecían felices, lo cual extrañaba Italia que no entendía como pudieran estar tan alegre en aquella pobreza. Los jóvenes hablaban de futuro, de una guerra casi ganada, de una libertad reconquistada y de un nuevo país para construir, donde todos hubieran tenido posibilidades .
Casi sin darse cuenta, la anciana mujer volvió a encontrarse en su cama. Cuando ya empezaba a lamentarse por la absurda pesadilla, al lado de la chimenea vislumbró la figura de un hombre elegante, con traje diplomático y gafas. Era el espirito de Alcide De Gasperi, padre de la patria y protagonista de la reconstrucción post-bélica. El fantasma del estadista no tardó en presentarse y con una voz sosiega le explicó: “Doña Italia mi tarea será la de enseñarte la realidad del presente de tu país, para que decidas si quieres hacer algo para mejorar las cosas o si prefieres dejarte caer en el abismo de la desesperación.” La mujer estaba casi paralizada del miedo y no podía soltar ni una palabra. Así que De Gasperi no retrasó más. La cogió por un brazo y junto desaparecieron dentro de una nube azul.
La primera etapa fue la región de Abruzzo, donde las familias estaban comiendo el clásico cordero al horno con patatas, escuchando, desanimadas, las noticias de la televisión. En aquellos días habían arrestado el presidente de la región y unos concejales por corrupción. Luego entraron en una casa de Milán, donde alrededor del postre estrella de Navidad, el ‘Panettone’, una rica familia burgués maldecía a los italianos del sur, nombrándolos como parásitos y mafiosos. ‘¡Secesión!’, gritaban. Así fue que De Gasperi y Italia acabaron en la capital del Sur, Nápoles. Allí, el plato tradicional de las fiestas es el ‘capitone’, una gran anguila. La tradición, de hecho, dice que por la Navidad hay que comer pescado, por su carácter purificador. Pero, por desgracia, este año el mar no podía satisfacer a los napolitanos. El infierno de basura que llenaba las calles de la ciudad había contaminado las aguas, matando a muchos peces y los que quedaban podían estar envenenados. Los maestros napolitanos en la fabricación de belenes, con su típico sentido del humor, ya habían creado pesebres donde al lado de Jesús demoraban cubos de basura.
Al regresar en su cama, esta vez, Italia se encontraba un tanto turbada por lo que acababa de ver. Por la miseria en la que se estaba hundiendo su país. Nunca había tenido una visión tan directa y global de los problemas de su gente. O, tal vez, nunca quiso ver.
Mientras que se desgastaba en esos pensamientos, se manifestó el último de los tres espíritus que le había anunciado Pertini. Este no hablaba. Ni una palabra. Llevaba un traje negro con rayas blancas, gafas de sol y fumaba un largo y mal oliente primo. Él no dijo nada y Italia tampoco preguntó algo. Ya sabía quien era y donde la hubiera llevada. Era el espirito de la Navidad futura. Ella se le acercó espontáneamente y juntos entraron en una puerta de luz que se había abierto detrás de ellos.
Al salir de una especie de túnel, lo que apareció delante de los ojos de la anciana mujer era algo terrorífico. Hasta donde alcanzaba la vista solo se podía ver una enorme extensión de cemento, sin solución de continuidad. Todo era gris. Por las calles solo andaban viejos, militares y obispos. La gente se quedaba encerrada en casas, que eran colmenas parecidas a una cárcel. Nadie se atrevía a hablar en público. Únicamente en un grande palacio, completamente cubierto de oro, parecía haber celebraciones de Navidad. Allí, entorno de una mesa de marfil, estaban sentados algunos hombres, gordos, con los dedos llenos de anillos, comiendo gallina rellena de arroz, plato típico de la cocina siciliana, y brindando con licor Marsala.
De repente, el escenario cambió y Italia se encontró en un cementerio, enfrente de una lápida que ponía: “Aquí yace Republica Italiana. Aceptó y alimentó todo el mal que llevaba adentro. El mismo mal que acabó matándola”.
Doña Italia se despertó empapada de sudor. Ya se había hecho de día. Con una energía que casi no se acordaba haber tenido nunca, se vistió y bajo a la calle, donde la gente se preparaba a la comida familiar del 25 de diciembre. Todos la reconocieron y empezaron a preguntarle si merecía la pena seguir con estos festejos o si no era mejor quedarse en casa, tratando únicamente de sobrevivir.
Italia les sorprendió afirmando con renovado vigor que lo más importante era no ser egoístas, que había que trabajar para una nueva cohesión social, que todos juntos se podía salir de esa situación. Que había que tener la valentía para asumir nuevas responsabilidades. Que ya era tiempo de acabar con la picardía y que, en cambio, había llegado la hora de la trasparencia, de la honestad y de la confianza.
La gente pareció escucharla y traer de esto un nuevo entusiasmo. Las calles volvieron a llenarse y los más jóvenes llevaron Italia en triunfo. Ya no tenía gana de morir y le parecía ver por delante un maravilloso y largo futuro.
sábado, 4 de julio de 2009
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