
En la fantasía del mundo del trabajo, ya no existen sólo las tristes y grises categorías de campesino, obrero y profesional, sino toda una selva de posibilidades que se abren ante los jóvenes que cruzan el umbral de la independencia económica en busqueda de su camino.
Entre los puestos de trabajo más amenos con los que me he topado, como frecuentador compulsivo de webs como Infojobs, sin duda merece una mención la de probador de condones. “Se busca probador o probadora de productos Durex”. El conocido fabricante de preservativos buscaba a dos adultos que, después de asistir a las clases online (me imagino que la plataforma de estudio debía de ser YouPorn), completar un cuestionario y pasar una selección, habrían recibido como premio un suministro anual de productos. Cinco mil euros para gastarse en viajes, y la oportunidad de convertirse en consultores de la empresa.
Sin llegar a estas perspectivas profesionales, debo admitir que en mi experiencia personal como vendedor de mi tiempo, he podido enfrentarme a hipótesis de carreras brillantes. Hace unos meses estuve doce horas encerrado en el sótano de un hotel doblando cajas de cartón. En otra ocasión dediqué dos días de mi preciosa vida para cuidar la incolumidad de un coche de Fórmula Uno. Me quedé horas plantado como un guardia real. No se acercó nadie, pero yo y el coche aún nos escribimos. También traté de vender mi pelo a una escuela de peluqueros y me descartaron por caspa. Hice de fotocopiador a destajo y llegué a encarnar al ‘muelehuevos’ que te para por la calle para venderte un paquete de servicios de telefonía. Aguanté dos horas. A la décima palpada a los muslos de mi compañera ocasional, por mano de mi “instructor”, me fui indignado, al sentirme ignorado por el jefe…
En cambio, me he dado cuenta de que tengo una verdadera vocación para la profesión de segurata. Ustedes no me ven, pero les puedo asegurar que no poseo precisamente le fisique du role para el oficio. Sin embargo, trabajé durante cinco meses, con gran éxito y satisfacción, como taquillero-segurata en una lugar nocturno de Barcelona. Tuve que dirimir espinosas batallas étnicas, aplicar delicados ejercicios de psicosociología y resistir heroicamente a flagrantes acosos sexuales (Clienta americana que quiere entrar: “No tengo dinero”. Yo: “Lo siento, no puedo dejarte entrar”. Clienta: “¿Seguro? ¿Que no te mola el sexo oral?”. Yo: “Umm, buff, buffl, ummm, ohh…”. Mi experto colega a mi rescate: “Depende de qué boca”.) Por cierto, también soy el moderador de unos chat de deporte. Yo decido quién puede hablar, quién ya no puede entrar, quién está suspendido. En práctica se trata del mismo oficio. Que, total, es lo que hace también San Pedro. Segurata del Paraíso. Así que, en fin, un oficio bastante prestigioso.
Pero, probablemente, la parte más emocionante de la búsqueda de trabajo siguen siendo las entrevistas. Hace un tiempo me presenté a una selección para estos oficios posmodernos, de los que te explican que tiene mucho que ver con internet, muchísimo con el inglés y bastante con la cara dura. Sin embargo, es prácticamente imposible llegar a saber algo un poco más preciso. Paso la primera selección en agilidad. Me entrevista una chica italiana, que, como siempre, se queda fascinada por mi mirada magnética.
Al respecto, me acuerdo también de una vez en que mandé al carajo un buen trabajo, porque me entrevistó una chica hermosa y lanzó la fatídica pregunta: ¿Cómo te ves de aquí a cinco años? Le contesté con ojos soñadores : “Voy a ser escitor”. ¡Oh-Oh-Oh! “Lo sentimos, chaval, estamos buscando a una persona seria…”. Nunca hay que perder de vista el objetivo: el curro. Y no las sábanas de quién te esté entrevistando.
De todos modos, volvamos al trabajo posmoderno. Tengo que enfrentarme a una segunda prueba, esta vez escrita. Y también la paso de un salto. Así que me convocan para una tercera selección, y ya la cosa me hace enojar. ¿Pero cuántas veces debe ser seleccionado y examinado un pobre hombre para un trabajo de mono y encima mileurista? Bueno, me enfrento a la nueva prueba con mi habitual locuacidad, pero la experiencia en seguida me dice que se trata una de esas formas esotéricas de selección de personal, de las cuales casi nunca salgo ganador. Me ha ocurrido más veces y casi siempre he acabado estropeándolo todo. Esta vez trato de resistir y demostrarme amable. De modo que me trago, como si fueran normales, preguntas como: ¿Cuáles son sus puntos fuertes y débiles? ¿Usted se tiene respeto? ¿Usted se ama? Además del súperclásico: ¿Cómo se ve de aquí a cinco años? Pero esta vez le digo lo que quieren oír: “Me veo aquí, en la empresa, crecido profesionalmente”. ¡Bingo! Ya lo tengo.
Entonces mi entrevistadora me pide que escriba una carta de presentación. Yo, con mucha cortesía, le hago notar que ya había escrito una y que además la veo ahí delante, encima de mi expediente. Sin embargo, me dice que tengo que escribir otra, a mano, porque será examinada por el grafólogo. ¡¿El grafólogo?! Ahora mi cara me delata. Hay cosas a las que mi raciocinio se rebela. Aun así me obligo a escribir dos tonterias (entre éstas, que me gustaría trabajar en la empresa, porque así podría tumbarme en el césped que rodea el edificio durante el almuerzo…). Me despido como todo un caballero y me largo.
El director alemán Werner Herzog se dirigía a los aspirantes a cineastas con estas palabras: “En lugar de asistir a una escuela de cine, salid al mundo real, ir a trabajar como segurata en un sexclub, en un hospital psiquiátrico o en un matadero. Vayan caminando, aprendan idiomas, un oficio o una profesión que no tenga nada que ver con el cine. El cine debe tener en la base una experiencia de vida. Gran parte de lo que aparece en mis películas no es una invención, es la vida misma, mi vida”. Lástima que no tenga ambiciones cinematográficas, porque deduzco que voy por el buen camino, si, entre otras cosas, tampoco conduzco.