
Entre las miles de obsesiones que me rebotan en la cabeza, hay algunas que me ayudan a dormirme. Vivimos en una sociedad demasiado desarrollada en términos de relaciones y avances técnicos como para conformarse contando unas absurdas ovejas que saltan una valla. Tengo un amigo que para dormirse intenta individuar la manera con la que el Imperio Romano habría podido salvarse de la invasión de los bárbaros y de las blanduras que debilitaban su gran cuerpo. A mi, que no poseo una mente estratégica, pero que si se me da bien el análisis, me relaja tratar de definir el concepto de inteligencia.
En realidad, soy consciente de como todas mis conjeturas sean del todo instrumentales a la confirmación de lo que creo ser mi forma particular de inteligencia. Es decir, elaboro teorías con el único propósito de confortar mi patológica necesidad de considerarme una persona inteligente. Si yo fuera azul, diría que para ser inteligente hay que ser azul. Como nunca he sido uno de esos tipos cuya belleza les abre todas las puertas, siempre he defendido con vigor mi supuesta brillantez intelectual. Los abusones del cole podían burlarse de mis gafas o del aparato para los dientes, sin que me afectara, en cambio, me volvía feroz si se atrevían a cuestionar mi inteligencia.
Los años que pasan, es sabido, ofrecen a los ex-pringados la oportunidad para una fácil venganza, porque, mientras la belleza se desvanece o, en general, pierde algo de su poder de influencia, la inteligencia a menudo adquiere con el tiempo la estima y el respeto de las personas. Más aún que el aspecto físico, la agilidad mental te permite marcar una diferencia entre ti (que todo sabes y comprendes) y los otros, guapos cuanto quieran, pero, en falta de neuronas, no aptos para la supervivencia en la jungla social. Y aquí llegamos al punto: el considerarme inteligente me sirve principalmente para cultivar mi naturaleza de esnob, o sea, sentirme sin razón alguna mejor que los demás y, sobre todo, librado de la necesidad de demostrarlo. Puede parecer fácil, pero ser un esnob es muy cansado. Requiere un trabajo constante. Para empezar hay que saber mover muy bien las cejas, y, luego, es esencial estar bien entrenados para nunca quedarse sorprendidos o, por lo menos, para que no se note:
- ¿Has visto, querido?
- ¿Qué, querida?
- El niño está levitando en el salón y la cabeza le da vueltas vertiginosamente y unos ratones amarillos le están bailando alrededor pronunciando fórmulas sagradas en armenio.
- Suele pasar. ¿Me pasas el periódico, por favor?
No poseo otras calidades de excelencia. Nada de dinero, nada de físico estatuario, ni tampoco habilidades prácticas, concretas o aunque sólo útiles. Únicamente una indeterminada reputación de persona inteligente, por la mayoría alimentada por mi madre... Por esta razón es tan fundamental llegar a la definición de un concepto lo más posible hecho a mi medida.
Talleyrand, que ciertamente no fue un santo, prefería los delincuentes a los idiotas, porque, dijo, al menos los primeros de vez en cuando descansan. Estoy de acuerdo con él. Creo que la estupidez, y más aún la ignorancia, son el verdadero mal de nuestro tiempo. Un tiempo en que todos los estímulos y los métodos de alcance de la cultura (no necesariamente concebida como un conjunto de libros polvorientos o de debates sobre el noúmeno realizados por viejos pelucones) son ultra acelerados, tienen una mecha corta, se consuman y se olvidan al instante. Esto me lleva a creer que la mente de los contemporáneos se esté formando con un déficit importante en la capacidad de atención, que es la base de lo que personalmente considero el humus de la inteligencia: la memoria.
Para mí, la receta de la inteligencia consiste en: intuición (15%), capacidad de adaptación (20%), constancia (15%), memoria (50%). De modo que es evidente que en el proceso de formación de las capacidades intelectuales, considero más importante el contexto social y la vida misma que la genética. La constancia, por ejemplo, es hija del carácter, porque para mí la inteligencia debe tener también una aplicación práctica para definirse como tal (aunque sepa que esto no depone en mi favor...). Para que todos estos ingredientes se puedan cocinar juntos, sin embargo, es esencial desarrollar la capacidad de atención, la que podría definirse como el horno de cocción. El problema es que, en la era de la búsqueda por imágenes de Google o del formato videoclip, el umbral de la atención se ha reducido drásticamente. Digamos que al quinto minuto de conversación unilateral (escuchando), ya estamos pensando en otra cosa y seguimos con el piloto automático. Además, la alegre propagación de las drogas psicotrópicas a partir del 1968 (el suplemento satírico del siglo XX), aplastó cualquier esperanza de mejoras en nuestra sociedad. Todo lo contrario de abrir la mente ...
De hecho, cuando los monjes medievales descubrieron los textos de Aristóteles o Confucio, en seguida se dieron cuenta de que nunca podrían llegar a tales niveles de pensamiento, y los intelectuales de la época tuvieron que crear la imagen de los enanos subidos en los hombros de los gigantes. Es decir, no es nada cierto que la sociedad tenga que avanzar hacia el aumento progresivo e inexorable de la inteligencia colectiva. Mañana no será necesariamente mejor que ayer. El nivel de inteligencia general depende de la forma de sociedad en la que se desarrolla. Y la nuestra es una sociedad sin memoria. Él que no recuerda no aprende y quien no aprende no evoluciona.
Ser inteligente significa comprender las conexiones entre las cosas, ponerlas en relación entre ellas. Aprovechar de los propios recuerdos y conocimientos para resolver problemas del presente y del futuro. Por lo tanto, otro ingrediente esencial es la curiosidad. En efecto, esa capacidad de conectar a los elementos disponibles resulta estéril, o por lo menos, poco útil, si los elementos son escasos. Las personas que tengan pocos intereses y una pequeña reserva de conocimientos, vivirán en un pequeño mundo, donde acabarán ocupando la totalidad de su espacio intelectual con sí mismo, que es lo único que conocen. Le faltará capacidad de comparación y probablemente no serán capaces de escuchar y con eso de aprender y, por supuesto, pecarán de egocentrismo. Serán, en suma, como un bebé recién nacido, cuyo universo se limita a sus extremidades.
En preciso ser curiosos para almacenar la mayor cantidad posible de información a través de la capacidad de atención y de la memoria. Luego, con aplicación e intuición, hay que saberse adaptar a las situaciones y aprovechar de los propios conocimientos para solucionar problemas. Bueno, tal vez esta sea mi definición de inteligencia. Ahora ya puedo dormirme.