sábado, 17 de julio de 2010

(Mi) Inteligencia


















Entre las miles de obsesiones que me rebotan en la cabeza, hay algunas que me ayudan a dormirme. Vivimos en una sociedad demasiado desarrollada en términos de relaciones y avances técnicos como para conformarse contando unas absurdas ovejas que saltan una valla. Tengo un amigo que para dormirse intenta individuar la manera con la que el Imperio Romano habría podido salvarse de la invasión de los bárbaros y de las blanduras que debilitaban su gran cuerpo. A mi, que no poseo una mente estratégica, pero que si se me da bien el análisis, me relaja tratar de definir el concepto de inteligencia.

En realidad, soy consciente de como todas mis conjeturas sean del todo instrumentales a la confirmación de lo que creo ser mi forma particular de inteligencia. Es decir, elaboro teorías con el único propósito de confortar mi patológica necesidad de considerarme una persona inteligente. Si yo fuera azul, diría que para ser inteligente hay que ser azul. Como nunca he sido uno de esos tipos cuya belleza les abre todas las puertas, siempre he defendido con vigor mi supuesta brillantez intelectual. Los abusones del cole podían burlarse de mis gafas o del aparato para los dientes, sin que me afectara, en cambio, me volvía feroz si se atrevían a cuestionar mi inteligencia.

Los años que pasan, es sabido, ofrecen a los ex-pringados la oportunidad para una fácil venganza, porque, mientras la belleza se desvanece o, en general, pierde algo de su poder de influencia, la inteligencia a menudo adquiere con el tiempo la estima y el respeto de las personas. Más aún que el aspecto físico, la agilidad mental te permite marcar una diferencia entre ti (que todo sabes y comprendes) y los otros, guapos cuanto quieran, pero, en falta de neuronas, no aptos para la supervivencia en la jungla social. Y aquí llegamos al punto: el considerarme inteligente me sirve principalmente para cultivar mi naturaleza de esnob, o sea, sentirme sin razón alguna mejor que los demás y, sobre todo, librado de la necesidad de demostrarlo. Puede parecer fácil, pero ser un esnob es muy cansado. Requiere un trabajo constante. Para empezar hay que saber mover muy bien las cejas, y, luego, es esencial estar bien entrenados para nunca quedarse sorprendidos o, por lo menos, para que no se note:

- ¿Has visto, querido?
- ¿Qué, querida?
- El niño está levitando en el salón y la cabeza le da vueltas vertiginosamente y unos ratones amarillos le están bailando alrededor pronunciando fórmulas sagradas en armenio.
- Suele pasar. ¿Me pasas el periódico, por favor?

No poseo otras calidades de excelencia. Nada de dinero, nada de físico estatuario, ni tampoco habilidades prácticas, concretas o aunque sólo útiles. Únicamente una indeterminada reputación de persona inteligente, por la mayoría alimentada por mi madre... Por esta razón es tan fundamental llegar a la definición de un concepto lo más posible hecho a mi medida.

Talleyrand
, que ciertamente no fue un santo, prefería los delincuentes a los idiotas, porque, dijo, al menos los primeros de vez en cuando descansan. Estoy de acuerdo con él. Creo que la estupidez, y más aún la ignorancia, son el verdadero mal de nuestro tiempo. Un tiempo en que todos los estímulos y los métodos de alcance de la cultura (no necesariamente concebida como un conjunto de libros polvorientos o de debates sobre el noúmeno realizados por viejos pelucones) son ultra acelerados, tienen una mecha corta, se consuman y se olvidan al instante. Esto me lleva a creer que la mente de los contemporáneos se esté formando con un déficit importante en la capacidad de atención, que es la base de lo que personalmente considero el humus de la inteligencia: la memoria.

Para mí, la receta de la inteligencia consiste en: intuición (15%), capacidad de adaptación (20%), constancia (15%), memoria (50%). De modo que es evidente que en el proceso de formación de las capacidades intelectuales, considero más importante el contexto social y la vida misma que la genética. La constancia, por ejemplo, es hija del carácter, porque para mí la inteligencia debe tener también una aplicación práctica para definirse como tal (aunque sepa que esto no depone en mi favor...). Para que todos estos ingredientes se puedan cocinar juntos, sin embargo, es esencial desarrollar la capacidad de atención, la que podría definirse como el horno de cocción. El problema es que, en la era de la búsqueda por imágenes de Google o del formato videoclip, el umbral de la atención se ha reducido drásticamente. Digamos que al quinto minuto de conversación unilateral (escuchando), ya estamos pensando en otra cosa y seguimos con el piloto automático. Además, la alegre propagación de las drogas psicotrópicas a partir del 1968 (el suplemento satírico del siglo XX), aplastó cualquier esperanza de mejoras en nuestra sociedad. Todo lo contrario de abrir la mente ...
De hecho, cuando los monjes medievales descubrieron los textos de Aristóteles o Confucio, en seguida se dieron cuenta de que nunca podrían llegar a tales niveles de pensamiento, y los intelectuales de la época tuvieron que crear la imagen de los enanos subidos en los hombros de los gigantes. Es decir, no es nada cierto que la sociedad tenga que avanzar hacia el aumento progresivo e inexorable de la inteligencia colectiva. Mañana no será necesariamente mejor que ayer. El nivel de inteligencia general depende de la forma de sociedad en la que se desarrolla. Y la nuestra es una sociedad sin memoria. Él que no recuerda no aprende y quien no aprende no evoluciona.

Ser inteligente significa comprender las conexiones entre las cosas, ponerlas en relación entre ellas. Aprovechar de los propios recuerdos y conocimientos para resolver problemas del presente y del futuro. Por lo tanto, otro ingrediente esencial es la curiosidad. En efecto, esa capacidad de conectar a los elementos disponibles resulta estéril, o por lo menos, poco útil, si los elementos son escasos. Las personas que tengan pocos intereses y una pequeña reserva de conocimientos, vivirán en un pequeño mundo, donde acabarán ocupando la totalidad de su espacio intelectual con sí mismo, que es lo único que conocen. Le faltará capacidad de comparación y probablemente no serán capaces de escuchar y con eso de aprender y, por supuesto, pecarán de egocentrismo. Serán, en suma, como un bebé recién nacido, cuyo universo se limita a sus extremidades.

En preciso ser curiosos para almacenar la mayor cantidad posible de información a través de la capacidad de atención y de la memoria. Luego, con aplicación e intuición, hay que saberse adaptar a las situaciones y aprovechar de los propios conocimientos para solucionar problemas. Bueno, tal vez esta sea mi definición de inteligencia. Ahora ya puedo dormirme.

martes, 6 de julio de 2010

La Muerte













Será el calor, será el Mundial que no procede (para mi...) precisamente como me esperaba, será la subida del Iva, serán todas estas cosas, pero hay días en que uno piensa incluso en la muerte.
Nada grave, no os preocupéis. No me refiero ni al suicidio, ni al asesinato en serie. Tampoco es necesaria una tristeza de ánimo especial. Se puede acabar pensando en la muerte sin más. Tratando de definir un concepto propio, casi como un desafío intelectual.

Me interesan las diferentes reacciones de los sobrevivientes de cara a la pérdida. Hay muchas. Yo, en general, según la poca experiencia que tengo de este asunto, creo de ser uno de los que se preparan con antelación. De los que se acostumbran a la idea de que en cualquier momento pueda pasar lo inevitable, de manera que el trabajo de aceptación del luto se vaya diluyendo en pequeñas dosis diarias, antes de que esto ocurra realmente. Cuándo voy conociendo a una persona, comienzo también un camino paralelo de racionalización del hecho de que, posiblemente, antes o después deba desaparecer de mi vida. Me preparo a lo peor. Presupuesto la pérdida antes de sufrirla para mantener siempre intacta una reserva de capital emocional, que luego me permita no perder totalmente el control. Es una forma contable, bastante rancia, de autodefensa, pero también es muy efectiva. Sin embargo, obviamente, también es un grave impedimento a la hora de comprometerse emocionalmente con las personas, o de disfrutar a fondo de las relaciones. Sobre todo, es una actitud que, inevitablemente, genera remordimientos. Factor que, junto al dolor físico y a la pérdida de la autosuficiencia, representa mi principal inspiración para concretar un concepto abstracto como el de la muerte. En efecto, no consigo temer el fin de todo, como hecho en si. Al no ser religioso y no creyendo en otras vidas más allá de la muerte de la carne, me parece ilógico temer la nada. En cambio, me da miedo la idea de darme cuenta de la llegada del final, por vejez o por enfermedad, y encontrarme revisando una cadena de oportunidades perdidas, malas decisiones o, mucho peor, decisiones no tomadas.

El otro día leí una entrevista en el Times (mentira, la leí traducida en un blog, además ahora muchos de los contenidos de la web del Times se pagan...) en la que el director estadounidense Woody Allen se autodeclaraba, profesionalmente, un fracasado: "He despreciado una oportunidad para que la gente mataría. Tuve libertad artística total. Otros directores no la tienen durante toda su vida. Y yo, con la oportunidad que tuve, he conseguido hacer muy poco. De las cuarenta películas que he hecho, treinta habrían tenido que ser obras maestras, ocho películas muy buenas y dos cosas embarazosas, pero no fue así. Muchas de mis películas son agradables para el nivel general que hay, pero mira a los que lograron hacer cosas maravillosas - Kurosawa, Bergman, Fellini, Buñuel, Truffaut - y luego mira a mis películas. He malgastado una oportunidad y solo puedo culparme a mi mismo".
Es evidente que muchos no opinarían lo mismo que él, pero Allen aprueba sólo seis de sus trabajos y el juicio general sobre su carrera es lapidario: "Llegas a una cierta edad y te das cuenta de que no eres un grande. Cuando eres joven aspiras a serlo, pero, por una razón u otra - la falta de compromiso, de disciplina o simplemente de genio - no puedes conseguirlo. Los años pasan y entonces te das cuenta: soy un mediocre. Hice lo mejor que pude". También es cierto que entre las seis películas salvadas por el director de Manhattan, aparece Vicky Cristina Barcelona (tal vez uno de los mayores desperdicios de celuloide del siglo) y por lo tanto su opinión no parece del todo lúcida. Aún así, entiendo y comparto la frustración que puede resultar de un balance de vida no satisfactorio.

El pésame para lo que no se hizo y los remordimientos para lo que si se hizo, así como las razones para las que vale la pena vivir, son categorías relacionadas con la edad en la que se elaboran. Yo, por ejemplo, con treinta años, aún no he vivido tanto como para haber cometido errores mortales, de modo que, por ejemplo, sigo sufriendo terriblemente para no haber aprendido nunca a tocar (bien) un instrumento musical. Con sesenta años, posiblemente, me parecerá una tontería y tal vez me arrepentiré de no haber tenido hijos o de haberlos tenido... Pero sé, que si muriera mañana, no haber conseguido tocar el órgano como Jimmy Smith me haría sufrir.
La otra noche estuve en un concierto. Excelente música gratuita al aire libre. Había bastante gente, pero no demasiado, lo suficiente para sentirse exclusivos, pero no sectarios. Vestuario cómodo. Algo de viento. Cerveza disponible sin excesiva cola. Posibilidad de sentarse en el césped. Todo muy sencillo. Para mí, ahora, en esta época de mi vida, todavía es una de las cosas para que me parece que valga la pena vivir. Sin embargo, confieso que aún me sorprendo cultivando la insana idea de realizar algo memorable en la vida. Y eso es malo, porque aumenta las expectativas y, en consecuencia, las decepciones en caso de fracaso. De modo que creo que acabaré dando la razón al viejo Woody cuando confiesa: "No quiero alcanzar la inmortalidad a través de mis obras, quiero alcanzarla viviendo para siempre. No me interesa vivir en el corazón de los americanos, prefiero vivir en mi apartamiento".